jueves, 13 de mayo de 2010

Por Lucía Zovich
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Le pareció que las cosas se estaban demorando. Sus manos comenzaron a humedecerse y el roce de los dedos con la palma era constante y bastante pegajoso.
La fila frente a la oficina de reclamos ya llevaba una hora y media sin moverse. A estas alturas, hasta una mosca podía cortar la densidad que caracterizaba al ambiente. Él ya era un habitué del lugar. Hacía dos meses que se había quedado sin teléfono debido a un “error técnico”, término que escuchó alrededor de 37 veces en la voz de una grabadora que se oía después de escuchar durante cinco minutos la música de la tan gentil llamada en espera. Ese error técnico que seguramente cometió alguien que no cobra un buen sueldo.
Indignado, llegó hasta la ventanilla, donde lo esperaba una mujercita con ojeras y una cara cansada, cuando eran sólo las 9 de la mañana.
Ambos suspiraron al mirarse; ninguno tenía la culpa de nada, pero inevitablemente el papeleo tenía que hacerse si se quería ser oído en algún lugar.

Transpirados, con mal aliento. Bastaba con mirar sus ojos rojizos y perdidos para darse cuenta de que ni siquiera podían pronunciar sus nombres.
Tan sólo una mueca, mordiéndose los labios, fue suficiente para recibir una trompada por parte de Lea e instantáneamente fueron echados por los patovicas, que no perdonan nada.
Afuera la cosa se puso peor. Un puño seguido de otro caracterizaban la escena, los caídos no se justificaban. Estaba ebrio y golpeado. El barro y la sangre se mezclaban hasta hacerse uno. De repente, una botella se convertiría en la protagonista. Estaba tirada ahí y apareció luego incrustada en la cabeza de Lea. El tiempo se detuvo un instante y los gritos, ahora eran llantos.
Las luces intermitentes azules y rojas alumbraron la noche. Los chicos se salían pensaban: -uh!! Otra vez!!. Otros siquiera podían distinguir a una persona de un árbol.

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