lunes, 10 de mayo de 2010

Sabor a muerte

Por Julieta Villamayor

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

Era viernes a la noche, estaba sola en casa, viendo una película, muy cómoda en el sillón.

Me pareció escuchar un ruido, pero no tuve ganas de levantarme e ir a ver. Al rato, lo escuché de nuevo. Esta vez, eran pasos, parecían de un hombre; seguido de otros más débiles y tímidos, como si fueran de un niño. Se oían cada vez más cerca.

Pude escuchar que el hombre le gritaba fuertemente al pequeño, y éste intentaba huir. Pero un fuerte cachetazo lo frenaba, y esta situación se repetía. El niño, ya cansado de correr y de sus intentos frustrados, se dejó caer.

Me asomé por la ventana y pude ver que eran Juancito y su padre, vecinos míos. Supuse que el niño estaba castigado y se había querido escapar, por lo cual Esteban le daba su merecido. No me preocupé y volví a acurrucarme en el sillón.

De pronto, pude escuchar los gritos de Juancito, gritos desesperados.

Y segundo de ellos, un fuerte golpe. Me estremecí, se me puso la piel de gallina y el temor se apoderó de mí; más que temor, una enorme sensación de impotencia, por no poder hacer nada por él.

Nuevamente espié por la ventana y vi a Esteban pegándole con una tabla de madera, en su cuerpo. El niño se arrodillaba rogándole piedad.

El padre le pegó una patada en la cabeza, dejándolo inconciente por unos minutos y se fue. Salí corriendo para socorrerlo. Cuando me acerqué, tenía la cara cubierta de sangre y lágrimas. Quería decirme algo, sin embargo, no lograba entenderlo porque se atragantaba con su propia sangre. Me señalaba el piso, pero no había nada.

Me tomó de la mano y me llevó hasta un rincón del patio que compartíamos. Entre unos arbustos me mostró una bolsa. Dentro de ella, estaba el cuerpo de su hermanito Tomás, de tan sólo dos meses, cortado en pedacitos. Se me heló la sangre, el corazón comenzó a latir tan rápido y fuerte que no podía controlarlo; pensé que me daría un infarto.

Tomé a Juancito de la mano y empezamos a correr; cuando escuché por detrás nuestro, el ruido de una motosierra. Era Esteban.

Corrimos desaforadamente, me dolía el pecho, las piernas me temblaban, al igual que todo el cuerpo. Estaba atemorizada, un calor inmenso se adueñó de mí y las pulsaciones seguían subiendo.

No tenía dirección, sólo quería escapar y rescatar al pequeño. Pero en el camino se me soltó, seguí corriendo impulsada por el miedo. Cuando reaccioné era tarde, no hizo falta voltearme para darme cuenta de lo que estaba sucediendo.

Pude escuchar el crujir de sus huesos quebrándose, al ser penetrados por la motosierra. Al darme vuelta, vi cómo le brillaba la cara de felicidad, salpicada de sangre. Se le notaba el inmenso placer que sentía al saborear la muerte, ya casi a sus pies.

En ese momento, me paralicé, deseé estar muerta. Podía percibir el sufrimiento de Juan, me dolían los huesos, el cuerpo se me entumeció; estaba inmóvil. Lo único que sentía eran los latidos de mi corazón, cada vez más fuerte, y temía que Esteban los escuchara.

Había matado a sus hijos y yo lo había visto. Ahora, me tocaba a mí…

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