domingo, 17 de junio de 2012

Cuzco

Laureano Larroza
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


La mañana repentinamente se había transformado en una espesa neblina gris. Apenas unas pocas personas deambulaban por las calles y pasaban delante de la vidriera. Encogían los hombros y escondían sus cabezas entre las bufandas. Los dedos descansaban al reparo de los bolsillos. Las palomas eran los únicos habitantes fieles de las veredas, pues la gente prefería estar en sus casas o en algún lugar donde pudieran protegerse del viento.
Él había llegado temprano esa vez. Después de entrar se detuvo un momento frente a la puerta y frotó sus manos para calentarlas. Luego las hizo un ovillo, las colocó sobre su boca y las infló con el aire caliente de sus pulmones. Realizó un rápido vistazo al local y vio que todas las mesas estaban ocupadas, por lo que decidió sentarse en la barra del mostrador. Como todos los días, pidió un café negro, dos medialunas saladas y una copa de ginebra. Tenía la costumbre de leer mientras desayunaba, compenetrándose tanto en sus lecturas que terminaba bebiendo el café frío.
La muchacha entró al bar y observó cada una de las mesas. Luego, mordiéndose el labio inferior, acomodó su pelo detrás de la oreja. El rojo de las mejillas hacía que sus enormes ojos resaltaran en su rostro. Se rascó la nariz, retiró la boina que cubría su cabeza y avanzó hacia el mostrador. Tomó asiento mientras todavía miraba la puerta para ver si alguien venía. Estuvo así durante unos segundos.
–Señorita, ¿va a tomar algo?
–Eh… no, bueno sí, sí, un vaso de agua por favor.
Él ni se había percatado que ella estaba sentada a su lado y seguía leyendo. Cuando quiso tomar el café frío, el libro se le escurrió entre las manos y cayó a los pies de la joven. Ella dio un pequeño salto en el asiento, ya que seguía distraída mirando la puerta. Lo levantó.
–Gracias, perdón, si fueras feminista dirías que los hombres no podemos hacer dos cosas al mismo tiempo, lo cual no me deja mucho margen para mi defensa. Pero me tomo la licencia de afirmar que el torpe y la mañana no son buena combinación.
–No soy feminista.
–Yo tampoco.
Se dio vuelta, dando un largo suspiro, apoyó el codo en la barra y con su mano sostuvo su frente.
¿Esperás a alguien?
Sin correr su mano, movió la cabeza y lo miró en silencio unos instantes.
–¿Qué leés? –dijo al fin.
–García Lorca, una selección de poemas. ¿Te gusta la poesía?
–¿Leés mucho? –quitó la mano de su rostro.
–Sí, bastante, casi todo el día.
–Así que sos como un ratón de biblioteca.
–No, diría que soy el que le da de comer al ratón. Soy escritor.
Él dejó el libro sobre el mostrador.
–Y por qué leés tanto si en realidad tenés que escribir.
–Muchas veces los libros me dan ideas.
–¿Escribís sobre cosas que están en los libros?
–Muchas veces sí, otras no.
–Ya te imagino, todo el día encerrado en una habitación oscura, leyendo en un rincón con las persianas cerradas, un cenicero lleno de colillas, mucho humo y la luz de un velador.
La miró sin inmutarse.
–No fumo.
Ella río suavemente.
–Sí, me gusta la poesía –quitó el codo de la barra.
–¿No es muy temprano para tomar agua? Yo invito, no me hace bien ver gente sana en la mañana.
–¿Y quién te dijo que soy sana? Sólo pedí agua porque espero a alguien.
–Se ve que está ocupado porque ya llevás cerca de veinte minutos acá. Por lo menos pedite algo para tomar.
–Dijiste ocupado. ¿Por qué no puedo estar esperando a una mujer?
–No tenés cara de estar esperando a una mujer, ahora que pienso tampoco creo que esperes a un hombre. Diría que estás esperando una idea.
Lo miró fijo a los ojos, pero hizo como si no hubiera escuchado.
–¿Un café?
–¿Qué tomás ahí?
–¿Acá? Ginebra.
–Bueno, una ginebra para mí también.
–Bueno, debo confesarte que tampoco tenés cara de estar tomando ginebra a las once de la mañana.
–¿Te gusta mirar caras?
–Algunas.
–A mí también, aunque la mayoría de las veces no logro ser tan perspicaz como vos.
–La gente dice muchas cosas en sólo un gesto, el cuerpo no sabe mentir –tomó su ginebra y pidió otra.
–Estoy de acuerdo, pero no creo que puedas saber quién soy con nada más mirarme, más que observador parecés prejuicioso –bebió la copa de un trago. Luego tosió, él sonreía.
–Es cierto, quizás. Pero bueno, soy escritor, tengo que usar la imaginación, invento vidas.
–¿Y esas vidas las sacás de los libros o de las caras de la gente?
–De ambas.
–¿Cómo hacés para ver gente si estás todo el día leyendo?
–Dije casi todo el día, y para leer no hace falta estar encerrado.
Sabiendo que se acercaba la hora del almuerzo, pidieron un plato cada uno y una botella de vino. Ella parecía haber olvidado a la persona que esperaba.
–¿Y tu vida también la “inventaste”?
–Más o menos, me gusta lo que hago, tengo autonomía, trabajo para quien quiero, no me puedo quejar.
–¿Y qué creés que hago yo?
–Tu actitud me hace pensar que sos independiente, no sos tímida, aunque también veo que hay algo de rebeldía reprimida ahí. Por tus preguntas diría que sos psicóloga o periodista.
–Trabajo en una oficina.
Los dos rieron y él sirvió otra copa de vino.
–Igualmente no creo que eso te defina, creo que sos rebelde.
–En algún momento lo fui, después un día estudiás, te encontrás con un trabajo, pareja, y parece que envejecés joven. Todo es demasiado rápido, te lleva por delante y no te das cuenta como para frenarlo. Noto que vos también sos viejo, es como si te faltara algo. En serio, no sé. ¿Viajás?
–No mucho, a decir verdad sólo salí un par de veces de la provincia.
–¿Y cómo hacés para escribir si no conocés? A mí me encantaría viajar, ver el mundo, eso sí me inspiraría. Casi que podría escribir.
–No sé, no se me ha dado la oportunidad, conozco otras cosas. Es verdad, uno pasa tanto tiempo trabajando que no se plantea ciertas cosas, pero sí, me gustaría viajar –tomó un trago de vino.
–Me fascinaría ir a Centroamérica, las ruinas mayas, el calor, las playas, las frutas tropicales. ¿Vos? ¿A dónde viajarías? Diría que por tu estilo a Europa.
Él pensó un momento y contestó con seriedad.
–Me gustaría conocer Cuzco.
–Mirá vos, ¿por qué?
–Tiene algo, siempre me atrajo, desde que era chico.
–Es un buen destino. Algún día será.
–Ves, ahí está, “algún día será”, cuántas veces habré dicho eso. Creo que hago lo que me gusta, estoy contento por eso, pero siento que siempre viví con miedo, y vos también.
–¿Miedo a qué?
–No sé, a todo, al cambio, a decidir cómo inventamos nuestras vidas, somos mediocres.
–Te pusiste filosófico.
–Puede ser –rió, prosiguió sin perder la sonrisa de su rostro– pero es así, somos mediocres y cobardes. No hacemos nada, las cosas nos pasan, un día nos encontramos trabajando en una oficina, no controlamos nada. Y tenemos miedo de enfrentar eso… en fin, creo que tomamos de más.
–Puede ser –volvieron a reír –“no existe una escuela que enseñe a vivir”.
–Es verdad.
–Todavía es de día, ni me di cuenta que había salido el sol. ¿Tenés ganas de ir a dar una vuelta?
–De todas las preguntas que hiciste, esa fue la mejor, sin duda.
Dejaron el bar y se escabulleron por el centro mientras todavía podía mirarlos por la vidriera. No los volví a ver desde esa tarde, luego de que saliera el sol y les sirviera el último café. Es verdad que las cosas nos pasan, sin que nos demos cuenta, y que no las controlamos. Pero también es bueno encontrarse con lo que no esperamos. Uno nunca sabe cuándo puede ser testigo o partícipe de situaciones que, finalmente, pueden cambiarnos la vida. Los vi irse entre los rayos de sol que aún quedaban, quién sabe si andarán por Cuzco, Madrid o Buenos Aires. Él nunca regresó a buscar su libro.

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