Taller de Comprensión y Producción de Textos II
La
mañana repentinamente se había transformado en una espesa neblina gris. Apenas
unas pocas personas deambulaban por las calles y pasaban delante de la
vidriera. Encogían los hombros y escondían sus cabezas entre las bufandas. Los
dedos descansaban al reparo de los bolsillos. Las palomas eran los únicos
habitantes fieles de las veredas, pues la gente prefería estar en sus casas o
en algún lugar donde pudieran protegerse del viento.
Él
había llegado temprano esa vez. Después de entrar se detuvo un momento frente a
la puerta y frotó sus manos para calentarlas. Luego las hizo un ovillo, las
colocó sobre su boca y las infló con el aire caliente de sus pulmones. Realizó
un rápido vistazo al local y vio que todas las mesas estaban ocupadas, por lo
que decidió sentarse en la barra del mostrador. Como todos los días, pidió un
café negro, dos medialunas saladas y una copa de ginebra. Tenía la costumbre de
leer mientras desayunaba, compenetrándose tanto en sus lecturas que terminaba
bebiendo el café frío.
La
muchacha entró al bar y observó cada una de las mesas. Luego, mordiéndose el
labio inferior, acomodó su pelo detrás de la oreja. El rojo de las mejillas
hacía que sus enormes ojos resaltaran en su rostro. Se rascó la nariz, retiró
la boina que cubría su cabeza y avanzó hacia el mostrador. Tomó asiento
mientras todavía miraba la puerta para ver si alguien venía. Estuvo así durante
unos segundos.
–Señorita,
¿va a tomar algo?
–Eh…
no, bueno sí, sí, un vaso de agua por favor.
Él
ni se había percatado que ella estaba sentada a su lado y seguía leyendo.
Cuando quiso tomar el café frío, el libro se le escurrió entre las manos y cayó
a los pies de la joven. Ella dio un pequeño salto en el asiento, ya que seguía
distraída mirando la puerta. Lo levantó.
–Gracias,
perdón, si fueras feminista dirías que los hombres no podemos hacer dos cosas
al mismo tiempo, lo cual no me deja mucho margen para mi defensa. Pero me tomo
la licencia de afirmar que el torpe y la mañana no son buena combinación.
–No
soy feminista.
–Yo
tampoco.
Se
dio vuelta, dando un largo suspiro, apoyó el codo en la barra y con su mano
sostuvo su frente.
–¿Esperás
a alguien?
Sin
correr su mano, movió la cabeza y lo miró en silencio unos instantes.
–¿Qué
leés? –dijo al fin.
–García
Lorca, una selección de poemas. ¿Te gusta la poesía?
–¿Leés
mucho? –quitó la mano de su rostro.
–Sí,
bastante, casi todo el día.
–Así
que sos como un ratón de biblioteca.
–No,
diría que soy el que le da de comer al ratón. Soy escritor.
Él
dejó el libro sobre el mostrador.
–Y
por qué leés tanto si en realidad tenés que escribir.
–Muchas
veces los libros me dan ideas.
–¿Escribís
sobre cosas que están en los libros?
–Muchas
veces sí, otras no.
–Ya
te imagino, todo el día encerrado en una habitación oscura, leyendo en un
rincón con las persianas cerradas, un cenicero lleno de colillas, mucho humo y
la luz de un velador.
La
miró sin inmutarse.
–No
fumo.
Ella
río suavemente.
–Sí,
me gusta la poesía –quitó el codo de la barra.
–¿No
es muy temprano para tomar agua? Yo invito, no me hace bien ver gente sana en
la mañana.
–¿Y
quién te dijo que soy sana? Sólo pedí agua porque espero a alguien.
–Se
ve que está ocupado porque ya llevás cerca de veinte minutos acá. Por lo menos
pedite algo para tomar.
–Dijiste
ocupado. ¿Por qué no puedo estar esperando a una mujer?
–No
tenés cara de estar esperando a una mujer, ahora que pienso tampoco creo que esperes
a un hombre. Diría que estás esperando una idea.
Lo
miró fijo a los ojos, pero hizo como si no hubiera escuchado.
–¿Un
café?
–¿Qué
tomás ahí?
–¿Acá?
Ginebra.
–Bueno,
una ginebra para mí también.
–Bueno,
debo confesarte que tampoco tenés cara de estar tomando ginebra a las once de
la mañana.
–¿Te
gusta mirar caras?
–Algunas.
–A
mí también, aunque la mayoría de las veces no logro ser tan perspicaz como vos.
–La
gente dice muchas cosas en sólo un gesto, el cuerpo no sabe mentir –tomó su
ginebra y pidió otra.
–Estoy
de acuerdo, pero no creo que puedas saber quién soy con nada más mirarme, más
que observador parecés prejuicioso –bebió la copa de un trago. Luego tosió, él
sonreía.
–Es
cierto, quizás. Pero bueno, soy escritor, tengo que usar la imaginación,
invento vidas.
–¿Y
esas vidas las sacás de los libros o de las caras de la gente?
–De
ambas.
–¿Cómo
hacés para ver gente si estás todo el día leyendo?
–Dije
casi todo el día, y para leer no hace falta estar encerrado.
Sabiendo
que se acercaba la hora del almuerzo, pidieron un plato cada uno y una botella
de vino. Ella parecía haber olvidado a la persona que esperaba.
–¿Y
tu vida también la “inventaste”?
–Más
o menos, me gusta lo que hago, tengo autonomía, trabajo para quien quiero, no
me puedo quejar.
–¿Y
qué creés que hago yo?
–Tu
actitud me hace pensar que sos independiente, no sos tímida, aunque también veo
que hay algo de rebeldía reprimida ahí. Por tus preguntas diría que sos
psicóloga o periodista.
–Trabajo
en una oficina.
Los
dos rieron y él sirvió otra copa de vino.
–Igualmente
no creo que eso te defina, creo que sos rebelde.
–En
algún momento lo fui, después un día estudiás, te encontrás con un trabajo,
pareja, y parece que envejecés joven. Todo es demasiado rápido, te lleva por
delante y no te das cuenta como para frenarlo. Noto que vos también sos viejo,
es como si te faltara algo. En serio, no sé. ¿Viajás?
–No
mucho, a decir verdad sólo salí un par de veces de la provincia.
–¿Y
cómo hacés para escribir si no conocés? A mí me encantaría viajar, ver el
mundo, eso sí me inspiraría. Casi que podría escribir.
–No
sé, no se me ha dado la oportunidad, conozco otras cosas. Es verdad, uno pasa
tanto tiempo trabajando que no se plantea ciertas cosas, pero sí, me gustaría
viajar –tomó un trago de vino.
–Me
fascinaría ir a Centroamérica, las ruinas mayas, el calor, las playas, las
frutas tropicales. ¿Vos? ¿A dónde viajarías? Diría que por tu estilo a Europa.
Él
pensó un momento y contestó con seriedad.
–Me
gustaría conocer Cuzco.
–Mirá
vos, ¿por qué?
–Tiene
algo, siempre me atrajo, desde que era chico.
–Es
un buen destino. Algún día será.
–Ves,
ahí está, “algún día será”, cuántas veces habré dicho eso. Creo que hago lo que
me gusta, estoy contento por eso, pero siento que siempre viví con miedo, y vos
también.
–¿Miedo
a qué?
–No
sé, a todo, al cambio, a decidir cómo inventamos nuestras vidas, somos
mediocres.
–Te
pusiste filosófico.
–Puede
ser –rió, prosiguió sin perder la sonrisa de su rostro– pero es así, somos
mediocres y cobardes. No hacemos nada, las cosas nos pasan, un día nos
encontramos trabajando en una oficina, no controlamos nada. Y tenemos miedo de
enfrentar eso… en fin, creo que tomamos de más.
–Puede
ser –volvieron a reír –“no existe una escuela que enseñe a vivir”.
–Es
verdad.
–Todavía
es de día, ni me di cuenta que había salido el sol. ¿Tenés ganas de ir a dar
una vuelta?
–De
todas las preguntas que hiciste, esa fue la mejor, sin duda.
Dejaron
el bar y se escabulleron por el centro mientras todavía podía mirarlos por la
vidriera. No los volví a ver desde esa tarde, luego de que saliera el sol y les
sirviera el último café. Es verdad que las cosas nos pasan, sin que nos demos
cuenta, y que no las controlamos. Pero también es bueno encontrarse con lo que
no esperamos. Uno nunca sabe cuándo puede ser testigo o partícipe de
situaciones que, finalmente, pueden cambiarnos la vida. Los vi irse entre los
rayos de sol que aún quedaban, quién sabe si andarán por Cuzco, Madrid o Buenos
Aires. Él nunca regresó a buscar su libro.
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