viernes, 8 de junio de 2012

La emboscada

Victoria Aued
Taller de Comprensión y Producción de Textos II 

A las diez de la noche terminaba el turno, ahí lo esperábamos. El milico en cuestión se llamaba Mario Hernández, era comisario de la novena y lucía con mucha soberbia la impunidad del uniforme y el arma.
            Nos había levantado a mí y a otros dos pibes en la esquina de la plaza, una noche de febrero mientras nos tomábamos una birra.
-          ¡Vamos, zánganos! Súbanse arriba del patrullero que vamos a dar una vueltita. Me tienen podrido.
Con el negro nos miramos, el que nos tenía podrido era él.
-          ¿Y por qué nos vas a llevar? Si no estamos haciendo nada oficial.
-          Averiguación de antecedentes, pibe. Súbanse y no hagan quilombo porque no les conviene.
El negro, el Pitu y yo esperábamos en la esquina a que saliera. No podía sacarme de la cabeza la sensación de ahogo que había tenido esa noche, mientras el milico Hernández me hacía “el submarino”. Me tuvo como una hora con la bolsa en la cabeza y tirándome baldazos de agua.
“Averiguación de antecedentes”, nos dijo. Ahora parece que no querer salir a afanar para la Bonaerense le llaman así, y la averiguación consiste en meterte la cabeza en el agua y hacer simulacro de fusilamiento. Así es la cosa con nosotros.
Estoy esperando el momento para que sienta, una vez en su vida, lo que es el abuso de poder que tanto le gusta.
           El Negro tiene el auto en marcha. Cuando Hernández agarre por la callecita del fondo, que no tiene ni una luz, lo agarramos. El Pitu y yo estamos listos para meterle la cabeza en una bolsa y que le cueste bastante respirar. El milico sale, nosotros atrás. Mientras lo metemos al auto, la adrenalina me sube tanto que siento que voy a reventar de bronca.
-          Pendejos de mierda, los tendría que haber matado. Nos dice Hernández.
-          Sí, nos tendrías que haber matado porque hoy te vas a arrepentir de haber nacido.
Le hicimos cada una de las cosas que a él le gustaban hacer. El submarino, la electricidad en las bolas, le dijimos que era un negrito de mierda. Todas esas cosas que me dijo una y mil veces, cada vez que no le afanábamos para él.
El Negro estaba sacado. Tenía los ojos rojos, la rabia que le tenía a Hernández lo sacaba. En ese momento parecía otra persona. En medio de un submarino, el milico dejó de quejarse.
-          Lo pasamos, boludo. Lo pasamos, se nos murió. Gritó el Pitu, que estaba desesperado.
Le sacamos la bolsa, Hernández estaba muerto. El muy hijo de puta se murió y nosotros estamos metidos hasta el cuello.
-          Queríamos darle un susto y ahora nos vamos a tener que rajar.
-          Nos mandamos una cagada, Negro ¿Ahora qué hacemos?
-          No sé hermano, no sé.

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