Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Otra
tarde gris se erigía sobre el cielo de junio. Marta, parsimoniosamente y con
aspecto desalineada, se dirigía por enésima vez al hospital a visitar a su
hijo. Lucía pálida y triste, con los
ojos hinchados de tanto llorar. Solo llevaba como accesorio una pequeña cartera
que no ayudaba a decorar su figura.
El
edificio estaba atestado, en tanto institución pública. Enfermeros, doctores,
pacientes y familiares circulaban al compás de innumerables camillas que
transitaban de quirófano en quirófano. El olor a sopa del mediodía se estaba
disipando, ya que se estaban retirando las bandejas con comida de las
habitaciones. Atravesando este ambiente, Marta se abría paso saludando a
decenas de personas, quienes ya la tomaban como otro de los tantos personajes
recurrentes en el hospital.
Al fin
logró su objetivo, la habitación doscientos catorce. Allí fue al encuentro con
su hijo Matías, quien se encontraba postrado. Su aspecto era terrible, casi
terminal. A pesar de sus precoces quince años, el adolescente estaba calvo,
debido a las fuertes medicaciones, y demacrado por los incesantes dolores. Se le notaba un peso muy
inferior respecto de su ideal y una
enorme palidez. Y, por si fuera poco, en la espalda y las extremidades del
cuerpo tenía unas incipientes ampollas producto de la quietud constante de su
cuerpo.
-Hola hijo,
saludó Marta.
-Hola mamá-
Matías apenas pudo contestar, una aguda punzada de dolor lo acababa de
castigar.
-¿Cómo estas?
-Como siempre.
-Ya te vas a
mejorar- lo alentó, tímidamente, la madre.
-No mientas
más, no hay solución para esto. Estoy grande ya para que me mientas –aseveró
Matías con las pocas fuerzas que le quedaban.
-No me digas
eso, mi amor. Haría lo que sea para que estés mejor-respondió Marta que lloraba
copiosamente.
-Ya sabes lo
que tenés que hacer.
Un profundo gemido
del convaleciente inundó la sala y cortó la conversación un instante.
-No me podés
pedir eso, no puedo, no quiero – retomó Marta.
-Sos una
egoísta ¿sabes lo que es este infierno?
-Pero no puedo
hacer eso, hijo.
-Ya lo
discutimos mil veces. No hay ni habrá evolución, te lo epxlicaron los médicos
más de una vez, esto es terminal. Es lo mejor para todos.
-Pero no para
mí.
Las
palabras retumbaron fuertemente en el interior de Marta, que no podía contener
las lágrimas. Su pañuelo azul rebalsaba de humedad. Saludó a su hijo, respiró
hondo y se dirigió a una confitería que estaba a media cuadra del hospital.
Quería meditar.
Mientras
tomaba café, todos los recuerdos sobre Matías se proyectaban en su mente, como
las cintas de una película. Su nacimiento, las primeras palabras o cuando
aprendió a caminar. Pero ahora ya no
veía a su hijo, sino un cadáver vivo que padecía a cada minuto que suscitaba.
La
tristeza y emoción lo desbordaron como nunca. Desde una de las ventanas de la
confitería Marta miraba con los ojos enrojecidos e hinchados hacia el cielo.
Con la mirada perdida, buscaba respuestas. Al cabo de cinco minutos, luego de
terminar su café, se incorporo. Había tomado una decisión.
Retornó
al hospital, envuelto en el mismo ambiente que había abandonado hacía unos
pocos minutos. Su meta era nuevamente la habitación catorce. Al arribar, madre
e hijo se miraron. Intentaron sonreír, pero el dolor de uno y la tristeza
inconmensurable de la otra sólo daban lugar para muecas.
-¿Estás
listo?
-Hace
rato ¿vos?
-hace
unos minutos, creo – dijo Marta con la voz quebrada. No podía tolerar el hecho
de ver a Matías víctima de un destino tirano y prepotente, que le extirpara a
cada paso un poco de dignidad a su existencia.
-Te amo
hijo.
La madre
besó la frente hirviente. Luego mirando hacia atrás para cerciorarse de su
soledad, Marta tomó con las pocas fuerzas físicas y mentales que le quedaban
unas píldoras rojas de su cartera. Sin oposiciones, Matías aceptó tragarlas,
casi deseándolo. En pocos minutos, la mujer vio cómo el cuerpo de su hijo se
apagaba paulatinamente como el fuego de una vela, mientras su alma y dignidad
se fortalecían como nunca antes.
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