Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Segundos
antes de mi último suspiro, cerré mis ojos cansados ya de tanto ver y me
dediqué a proyectar, sobre mis párpados, la película de mi vida, citando en
ella a los protagonistas y a las escenas más felices y más tristes.
Junto con
mi última inhalación de oxígeno, me abordaron dos pensamientos. El primero fue
exhalar con tal fuerza que me asegurase despedir todo resto de vida de mis
pulmones, y el otro fue darle un final
feliz a la película que acababa de ver.
Yacía ya
inmóvil en el féretro, vestida como lo había pedido, con mi camiseta roja y
blanca y con mi pantalón favorito. La
expresión de mi rostro revelaba el cierre feliz que le supe dar a mi historia.
Ni los lamentos ni los llantos, ni las más dolorosas palabras de adiós podían
cambiarle a mi cara los signos felices que yo le había regalado en el momento
de mi muerte.
Inevitablemente,
la naturaleza me fue otorgando, con el paso de las horas, características con las que yo no estaba de
acuerdo. La palidez de mi rostro, mis
labios inexpresivos, el despojo de mis cabellos sobre la manta del féretro y la
rigidez de mis miembros, no coincidían con el sentimiento que mi alma, con más
alegría y vida que nunca, quería expresar.
Quizás fue una vida llena de tristezas, desamor y soledad lo que me
había llevado a regalarme, en mi último suspiro, un poco de felicidad.
Esas doce
horas que duró mi velorio me sirvieron más que toda una vida para entender que
la felicidad está en uno, que hay que saber encontrarla y, que una vez hallada,
no hay nadie, por más tristeza que pretendan transmitirnos, que pueda acabar
con ella.
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