miércoles, 14 de julio de 2010

Alejarse de la ciudad



Por Caterina D’ascanio
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Harto del ruido, los robos, las calles sucias, de la gente y de la ciudad en todo su conjunto, Julián decidió aprovechar esta semana libre que tenía para viajar, despejarse y olvidarse de Buenos Aires.
Un compañero del trabajo le había comentado que Río Negro era una provincia muy bonita y que en el verano había estado paseando por el Valle Medio, y le encantó. Julián terminó de convencerse cuando escuchó que era tranquilo y que los pocos habitantes de la zona eran muy amigables.
El domingo por la mañana subió los bolsos al baúl del auto, puso un disco de los Rolling Stones y emprendió su viaje al sur del país. Manejó alrededor de quince estaciones de servicio a cargar gas.
Eran aproximadamente las ocho de la noche y estaba totalmente oscuro cuando arribó al pueblo de Choele Choel. Reconoció el lugar, cosa que no le llevó demasiado tiempo debido a que es bastante chico.
Decidió pasar la noche en un hotel que quedaba en el centro, cenó una hamburguesa en el café de al lado, y antes de irse a dormir fue al cine, el cual le pareció maravilloso, porque por sólo cinco pesos, pudo ver una película argentina y ni siquiera tuvo que hacer cola para entrar.
En el hotel le comentaron de varios lugares para ir, y a Julián le gustó la idea de ir a un pueblito costero que se llama Las Grutas y en el que esa época del año parece fantasma, como cualquier otro lugar con playa en el mes de mayo.
Subió nuevamente los bolsos al auto y ascendió a la ruta nacional 250, para seguir paseando. Le encantaba cómo se veían los álamos al costado de la ruta, el hecho de que cruzaba muy pocos autos y el aire frío que entraba por su ventanilla abierta.
Mientras cantaba emocionado un tema que escuchaba en la radio, vio a la derecha de la ruta un cartel que decía “vendo cerezas”. Sin saber que el letrero hacía años que estaba, y que además en esa época del año no hay cerezas, decidió meterse por un camino de tierra a comprar la fruta.
Llegó hasta una tranquera, bajó del auto y se encaminó hasta la enorme casa que estaba del otro lado. Tocó la puerta y, mientras esperaba que alguien saliera, miró a su alrededor. Le encantaba el paisaje, el piso lleno de hojas secas por el otoño, los álamos verdes alrededor del terreno, el aire frío y el sol cálido. Estaba encantado.
A los minutos, una viejita abrió la puerta y lo invitó a pasar, le ofreció mate y pastelitos que estaba haciendo, y le explicó que ya hacía mucho tiempo que no había cerezas, dado a que la chacra se dejó de trabajar cuando su marido murió.
Julián le contó de lo mucho que le gustaba el lugar, de la tranquilidad y de la gente, que era muy buena. La anciana, contenta por el comentario, lo invitó a pasar el día en su casa, para que pueda conocer aún más cómo era la vida en aquel lugar.
Pasaron una tarde muy agradable y comenzó a caer la noche, Julián no quería irse todavía y no sabía cómo hacer para que la vieja lo invite a pasar toda la semana, o al menos la noche en su casa.
En su cabeza, imaginaba lo feliz que sería viviendo en un lugar como ese por el resto de su vida. No se animaba a preguntarle a la señora si podría quedarse a dormir, y tampoco soportaba el hecho de tener que seguir viaje.
Él estaba en la cocina tomando unos mates y la anciana buscaba el álbum fotográfico en el comedor. Había tenido una idea, la llamó, le pidió que vaya a la cocina porque no encontraba azúcar, y se paró detrás de la puerta. Cuando la señora entró con su paso lento y espalda encorvada preguntando qué era lo que buscaba, Julián bajó los brazos lo más fuerte que pudo.
La mató, mató a la señora para poder quedarse en el lugar que tanto lo había maravillado, para estar en tranquilidad y paz y poder alejarse del ruido, el movimiento y la violencia de la ciudad que lo había hartado.

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