miércoles, 14 de julio de 2010

El Pacto



Por Pilar Banfi Martini
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


En el cuarto gris y frío de una comisaría, Emma, sentada, miraba el suelo y repetía en su cabeza las excusas que daría a los policías cuando la interrogaran. Largas horas espero hasta que la llamaron.
Volvió a su casa sintiéndose pesada, como si sus huesos fueran de acero, como si en cada paso se hundiera. Su casa había perdido el color de antes. Se había desquitado, se sentía aliviada, pero algo en su interior se estaba inquieto.
Los siguientes años de su vida fueron monótonos, sin gracia, nada relevante ocurría. Se basó en trabajar, en juntarse con sus amigas, pero siempre todo muy rutinario.
Cerca de 1926, la llamaron de una comisaría, porque habían retomado el caso del asesinato de Loewenthal. Cuando acudió al lugar se encontró, además de la policía que la interrogaría, a un hombre uniformado de militar, quien presenciaría el cuestionario.
Al igual que años atrás, las preguntas fueron cortas, y las respuestas, las mismas, y en poco tiempo, retornó a su hogar. Sin embargo, durante varios días, se sintió acechada y perseguida.
Una tarde, al regresar de la fábrica donde trabajaba, vio al militar que estaba aquella vez en la comisaría, esperándola en la puerta de su casa. Sin alterarse continuó y, al estar frente a él, sólo lo observó. Silenciosa.
El hombre, luego de vacilar un momento, le dijo que el mismo Alvear había ordenado que las fuerzas militares la buscaran y encerraran. Bastante desconfiada, Emma quiso entrar a su casa, pero el militar la retuvo. Casi inmediatamente, recordó el recurso que había utilizado para vengarse.
-Si quiere puede pasar, y hablamos mejor- dijo con una mirada insinuante.
El militar dudó y finalmente aceptó. Al cerrarse la puerta tras ellos, él se adelantó y se le fue encima mientras se despojaba de su ropa. Ella volvió a sentir el asco que había padecido aquella primera vez que sintió el cuerpo desnudo de un hombre sobre el suyo. Sus ojos, apretados, se negaban a abrirse. No quería ver nada. Simplemente, hacerlo.
Un poco después, a penas vestida, miraba desagradablemente cómo el militar se colocaba su ropa. La miró, sonrió pícaramente y le dijo que se encargaría de volver a ubicarla. Que no lo dudara.
Pocas cosas es supieron de su vida después de eso. Ella había abandonado a la mujer con la que vivía una relación secreta, para mudarse con el militar.
En una carta que dejó, antes de suicidarse, decía que no quería volver a acostarse con otro hombre, para seguir viviendo en libertad, que no pasaría por ningún otro cuerpo masculino y deseaba que el golpe de Uriburu acabase pronto.
El cuerpo helado y tieso de Emma tenía mil cortes. Cerca de las manchas de sangre que salían de ella, cuna navaja asesina descansaba.
El militar, al encontrarla, no se sorprendió, y mandó a enterrarla inmediatamente. Nadie leyó esa carta hasta que hasta que un escritor tomó el caso para inspirarse y realizar su obra.

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