lunes, 5 de julio de 2010

Cuando el corazón dice basta

Por Marcos Tranquilini
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo

Volvía de la casa de un amigo, había estado jugando al fútbol el día anterior y me quedé durmiendo fuera de mi hogar. Todo parecía normal, un día soleado, hermoso para caminar y disfrutar del aire puro de la ciudad. A pesar de ser domingo todo parecía auspicioso y feliz, nada iba a cambiar mi humor.
Pase por la panadería, iba a comprar unas facturas para llegar a mi casa y desayunar con mis padres, pero nadie salió a atenderme, así que desistí y continúe mi camino. Las piernas empezaron a sentir el cansancio del partido y decidí ir a la parada del micro y volver hasta el barrio en él. Nunca imaginé la situación que iba a vivir.
A unas pocas cuadras de la parada, había un velatorio, lo sorprendente no era eso en sí, sino que había una multitud inmensa que desbordaba la sala y la gente hacia fila para entrar, una seguidilla de personas que llegaba hasta la esquina misma del lugar. Me acerqué y algunas caras me resultaron familiares, entonces me pregunté quién sería el difunto, y decidí entrar. Me puse en la cola, y mientras esperaba llegar a la puerta escuchaba a algunos de los muchachos, que me resultaban familiares, conversar sobre la muerte del susodicho, que por lo escuchado era un joven. Algunos de ellos se mostraban acongojados por la situación y otros parecían estar en mera compañía de los primeros.
Llegué a la puerta pasando casi desapercibido, en ningún momento nadie cruzó palabra alguna conmigo, me puse a pensar si no estaba pecando de imprudente al meterme al velorio de un desconocido, y quizás las personas se habían dado cuenta de este extraño y me hacían sentir esa incomodidad. Pero al ingresar, algunas de las caras que estaban adentro me resultaron más familiares todavía. Las charlas eran diversas, algunos solo callaban y esperaban llegar al cajón, otros se miraban anonadados, con lágrimas en los ojos y se fundían en un abrazo, y algunos conversaban sobre el posible ascenso en el trabajo debido a la muerte de este joven. Esto último me generó algo de bronca, la hipocresía de algunos de los que estaban allí, consolando y haciendo el papel de tristes, cuando lo único que estaban pensando realmente era en las posibles ventajas que la muerte que había suscitado.
Ya me encontraba a algunos pasos del cuerpo, espiando por sobre las ultimas cabezas de las filas, y me llevé la sorpresa de ver a mis amigos y a algunos familiares. Me desesperé, ya no me daba lo mismo saber quién era el muerto, porque allí estaban ellos, y debía de ser alguien conocido. Corriendo dejé a todos los que estaban delante de mí atrás, hasta que quedé atascado en la multitud. Mis gritos no los oían y tampoco podían ver mis señas, solo estaban ahí, llorando, gritando, algunos preguntándose porqué. Un inmenso frio recorrió todo mi cuerpo, no solo por ver a mis amigos y familiares ahí, sino porque también estaban mis padres, ambos con la mirada perdida. Mi papá parecía en una nube existencial, sentado allí, o mejor dicho, su cuerpo estaba sentado allí, porque su mirada me indicaba que estaba en otro lado. Mi mamá ahogada en un llanto, desconsolada, también intente gritarles pero no me escucharon. Ya no podía avanzar más, estaba desesperado por hacerlo, pero no fue necesario, abriendo el paso se disponía a entrar el chofer del carro fúnebre para trasladar el cajón al cementerio.
Y en ese momento lo vi, ahí estaba el cajón a punto de ser cerrado y quien estaba adentro era yo. Había muerto, pero cómo me pregunté. En ese preciso instante se me vinieron a la mente un montón de imágenes, no había estado durmiendo de un amigo, había estado en el hospital. El partido de futbol que jugué, fue cierto, pero no lo había podido terminar, mi corazón dijo basta sobre el final del mismo. Un ataque, un infarto es lo que me había dado, por eso todos me miraban de esa forma, porque no estaba allí; por eso mis gritos no fueron escuchados, ni mis señas vistas, porque no estaba allí; estaba adentro del cajón, el difunto era yo.

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