miércoles, 7 de julio de 2010

El juego de la copa

Por Axel Biffareti
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


En realidad no tiene mucho de juego, hay que ser consciente que uno se está metiendo en temas serios, de lo que, si no se sabe, es mejor no participar. Mi corta edad y mi deseo por vivir y experimentar situaciones poco comunes me llevaron a ser parte de este mundo que termina por perseguirte, ya sea en forma de recuerdos, o cambiando tu forma de ver y sentir la realidad para siempre.
Nunca tuve miedo a la muerte, y nunca escapé al hecho de que algún día voy a morir, por el contrario, mis sentimientos van a contra corriente de lo que siente la gente con respecto a este tema. En varias ocasiones preferí no estar presente en velorios de gente conocida, solamente para no quedar mal con los familiares. Mi punto es que las personas toman a la finitud de alguien casi como su propio fin. Yo no, es más, creo que hasta lo disfruto.
Pero si pienso o actúo de esta forma, no es coincidencia. Pasaron cosas que me cambiaron, algunos creerán que para bien, otros para mal. Me di cuenta de que no encajaba en esto de la “despedida final” el día que murió la hermanita de una buena amiga, de tan sólo seis meses de vida. Pasé un momento tan agradable ese día, que casi logro sentirme mal conmigo mismo.
Hablando de mi amiga, fue con ella y tres amigos más el primer día que jugué al juego de la copa. Era costumbre juntarnos en la casa de Mirna a tomar mate, a pasar tardes y noches en un garaje llevado a quincho, simplemente porque ahí no molestábamos a nadie con nuestras horas de risas y charlas, algo común para un grupo de chicos de quince años. Ya habíamos tocado varias veces el tema del juego, ninguno creía mucho en eso, entonces nunca lo tomamos en serio, pero las ganas de probar eran cada día más fuertes.
De a poco empezamos a ponernos más serios, a buscar información, a hablar con gente que ya había jugado. Conseguimos todo lo necesario, un tablero con el abecedario y los números del 0 al 9, un lugar silencioso (el garaje-quincho era ideal), tres velas que nos darían toda la luz necesaria y ni hablar del ambiente, una blanca, una roja y una negra, una copa que nunca haya contenido agua bendita, y lo más importante, gente dispuesta a participar en el asunto por voluntad propia. Ese día éramos Mirna, Florencia, Fede, Antonella y yo. Estábamos convencidos de jugar, pero de forma seria, siguiendo los consejos de antiguos participantes. Anto era la única que no estaba del todo convencida, insistía en que teníamos que pensarlo bien, que no era solamente una travesura, se notaba que hablaba temblando. No le hicimos caso. Nos sentamos en la mesa y empezamos a jugar. El clima era denso, la temperatura ambiente bajó considerablemente, aunque ahora creo que no estaba temblando por el frío.
Hicimos los movimientos necesarios para comenzar, supuestamente invocar a algún espíritu que quisiera terminar con la curiosidad de cinco adolescentes. La copa empezó de a poco, casi tímidamente a moverse, intentamos bosquejar una sonrisa, pero no podíamos. Anto empezó a llorar, de a uno nos contagiamos de su llanto, y en ese momento la que no estaba del todo convencida, hizo algo que nos dijeron que no hiciéramos bajo ninguna circunstancia, una regla de oro que rige en el juego: “No sacar las manos de la copa” y mucho menos abandonar el juego.
Anto se levantó bruscamente de la mesa, en ese instante la copa estalló en millones de fragmentos, y las velas dejaron de iluminar. Inmersos en esa oscuridad, buscamos torpemente la puerta, al mismo tiempo que los techos temblaban como si un ejército estuviera corriendo sobre nosotros. La puerta no se abría, éramos cinco personas agarradas al picaporte, y simplemente no se abría.
Así como empezó, terminó. El silencio se apoderó del lugar, excepto claro por nuestros gritos. Con el tiempo me animé a entrar otra vez, sin querer me cambió la vida. Habían pasado dos meses desde aquel día, y ninguno había vuelto a hablar del tema, como si nunca hubiese pasado. En el quincho todavía se podían encontrar pedazos de la copa, el resto del lugar estaba como siempre. Hablando de otras cosas, decidimos quedarnos a dormir. Fuimos a buscar colchones y nos acostamos.
Eran cerca de las tres de la mañana cuando sentí un peso sobre mis pies que me despertó. Miré tímidamente sobre la frazada y vi horrorizado a una mujer sentada sobre mí. Estaba llorando y refunfuñaba algo que no entendía. Los nervios y el miedo me hicieron llorar a mí también, y me tapé la cabeza esperando que sea un sueño o mi imaginación que volaba por estar ahí dentro. Volví a mirar pero seguía ahí. No sé si me dormí o me desmayé, pero lo próximo que recuerdo es que Mirna me despertó con un mate a la mañana siguiente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario