miércoles, 7 de julio de 2010

El agua teñida de rojo

Por José Ignacio Lara
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Extensión Chivilcoy
Año 2010


El 6 de junio de 1944 fue un día histórico para los soldados estadounidenses. Las tropas se dirigían hacia las costas de Normandía. Algunos hombres estaban nerviosos, otros ansiosos y algunos no demostraban ningún sentimiento. El piso de la embarcación de pronto se tapaba de vómito, a pocos minutos de que se abrieran las puertas del buque. El miedo se veía en los ojos y se escuchaban las balas del enemigo pasando a centímetros de los cascos.
De pronto, la tierra detuvo la inercia de los barcos y las puertas se abrieron de golpe. No había obstáculos entre la artillería que aguardaba en tierra y los torsos de los primeros soldados que abandonaban su refugio. La balacera no se hizo esperar y los primeros cuerpos comenzaban a sumergirse sin vida en el agua. Los tiradores que esperaban en la costa jugaban al tiro al blanco.
Los afortunados de no recibir ningún proyectil buscaban refugio desesperadamente. Aunque algunos cargaban con un compañero al que le habían dado, pero aun seguía con vida. Mientras los fusiles de los caídos se hundían en el agua teñida con sangre, los que aún tenían su arma en las manos veían cómo algunos integrantes de la tropa se arrastraban dejando alguna de sus extremidades atrás.
El ruido incesante de las ametralladoras enemigas era ensordecedor. Pero a nadie le importaba perder el oído, lo que importaba era no perder la vida. De vez en cuando, los morteros se hacían presentes, dejando un enorme agujero en la tierra, siempre y cuando un soldado no se atravesara en su camino. Muchos hombres cayeron en poder de la fuerza del mortero, acto no recomendable para personas impresionables, ya que extremidades y vísceras quedaban esparcidas en el terreno.
Los soldados que había tenido la fortuna de encontrar refugio se miraban entre ellos con una pregunta en sus ojos ¿Y ahora qué hacemos? Algunos salían a la vista del enemigo para poder llegar hasta detrás de un montículo de tierra, donde no podían ser alcanzados por las balas. Algunos lo lograban, pero otros no tenían esa suerte y su cuerpo se desvanecía al sentir el cálido beso del plomo.
Los hombres que habían logrado llegar a una zona más segura tenían motivos para sentir alegría o algo que se le parezca. Pero ese sentimiento no se presentaba, ya que al mirar a su alrededor descubrían que más de la mitad del pelotón yacía muertos a unos metros de distancia. Ellos esperaban orden de un superior, si aún quedaba alguno. Ya no había tiempo para volver y no quedaba otra opción que seguir hacia delante o morir en el intento.

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