lunes, 5 de julio de 2010

El legado de un padre

Por Martín Chiesa
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura Superior Universitaria en Periodismo Deportivo


Una pequeña nota se leía en el diario desplegado y desacomodado en la sala de estar. Se hallaba arrugado, había estado en las manos y faldas de todos los que se encontraron esa noche presentes en el velatorio. “Antonio, tu hijo, tus hermanas, tus seres queridos te recuerdan con el profundo cariño y respeto que siempre te manifestaron”, se leía en el mismo; tampoco faltaron numerosos arreglos florales con frases de despedida en el centro y las tazas de café o vasos de whisky que continuamente se servían.
Martín miraba fijamente a su padre difunto, rodeado por sus tías que susurraban en voz baja sin detenerse. Éstas cada tanto lo llamaban para presentarlo con algún pariente de su padre o amigo que él nunca había visto en su vida, situación que lo perturbaba, no quería compartir su dolor con extraños. Sus tías le hablaban de que eran viejos conocidos del trabajo, del barrio y hasta familiares que vinieron con él desde Italia escapando de la guerra, mientras le echaban una mirada frívola y desafiante que hacía que acepte las condolencias ofrecidas y que agradezca con cortesía.
Por dentro Martín sentía una incomodad súbita, transpiraba, estaba desatento y se emborrachaba cada vez más en el transcurso de las horas. El cadáver pálido, el olor a flores, las personas y los rutinarios saludos y lamentos que escuchó sobre la muerte de su padre por parte de todos los que lo rodeaban, lo obligaron a salir corriendo por la puerta que daba a la calle. Compró cigarros y una botella de vino, caminó por la neblinosa ciudad y se sentó en el cordón de una esquina alejada de la casa donde los restos de su padre eran velados. No regresó, ni tampoco fue al entierro en el cementerio. Se quedó pensando entre trago y trago, cigarro tras cigarro, en la hipocresía que se vio expuesta en la ceremonial despedida.
Unas semanas atrás él estaba junto a su padre Antonio quien sufría lo que los médicos diagnosticaron como “demencia progresiva”, la locura avanza y no puede detenerse, solo alternaba con momentos de lucidez. Esto sumado a graves problemas producidos por el alcohol y el cigarrillo lo habían postrado en la cama, sus rasgos se deformaron, los pómulos se le hundieron, no podía colocarse la dentadura y tenía una delgadez cadavérica, no era el mismo hombre que siempre vestía atuendos formales y dedicaba tiempo a arreglarse.
En su agonía gritaba, a veces de dolor, otras maldecía a Martín, único sostén que tenía desde la muerte de su esposa. Pero cuando recuperaba la cordura, se disculpaba y le pedía que destapara su vino favorito, que conservaba en el living, o que le diera un cigarro, a lo que siempre encontraba la negativa dado que ambas cosas las tenía terminantemente prohibidas por los médicos.
Martín atendía lo mejor que podía a su padre, solo. No hubo tías que lo ayudaran, ni amigos, ni nadie. Él cocinaba, lo bañaba, y faltaba al trabajo para ocuparse. Siempre encontró negativas cuando pidió ayuda y estaba descarrilando aun más su vida que se veía ya frustrada.
Al igual que su padre, se hundió en el vicio del alcohol y tomaba drogas. Desde muy chico tuvo la obligación de trabajar y aprender el oficio familiar de la compostura y confección de zapatos. Al terminar el secundario se propuso estudiar una carrera pero no lo dejaron, su tutor lo indujo a asumir la responsabilidad de ayudarlo en el taller de la casa. Aprendió rápido a coser, componer y armar todo tipo de calzados, sin recibir un gran sueldo.
Su padre lo quería a su modo, él lo sabía. Con el paso del tiempo entendió que por su forma de ser, lo vivido en su Italia natal, los valores que poseía, no entendía las condiciones que él le planteaba, como estudiar e independizarse. Antonio quería que adopte su estilo de vida, basado en el trabajo duro y constante, era lo único que le quedaba y aspiraba dejarle su legado.
En todo esto pensaba, mientras lo observaba agonizar, morir sin la posibilidad de escapar a ese destino, sabiendo que solo le quedaría para sí una casa vieja y ruinosa, con el taller, única posibilidad laboral y de sustento en su vida. Amaba a su padre, pero entendía que la muerte sería el mejor descanso que tendría, sentía que los creadores de la nación, inmigrantes que escaparon de Europa y se instalaron en estas tierras, dejaban de existir en este mundo y se reunían en otro sitio. Decía para sus adentros “te vas a ver con el tío Pirulo, van a tomar una botella y después se van a putear como antes”.
Una mañana su padre no despertó, sintió alivio de que no haya sufrido en el último momento. Avisó a sus tías y éstas aparecieron para hacerse cargo del funeral.
Luego de la noche del velatorio, Martín volvió a su casa. La mañana era soleada, pero fresca y reflejaba en su rostro los estragos del alcohol que bebió. La tristeza lo invadía, al igual que la rabia por lo que le tocó vivir. Solo se contentaba y encontraba tranquilidad en el pensamiento de que jamás volvería a ver a las hermanas de su padre o a sus conocidos, que lo vieron sufrir y fingieron pena, pero nunca le tendieron una mano en los momentos en que en verdad lo necesitaba.
Entró a su casa, se desplomó en un sillón que se encontraba próximo a la entrada, tenía unas pastillas que tomó con alcohol y escuchó que llamaban a la puerta. Se incorporó con dificultad, los efectos de la droga lo aturdieron. La sorpresa le desagradó, sus tías acompañadas de un hombre con traje pasaron sin pedirle permiso y se instalaron en la mesa con total libertad. Martín se exaltó y les pidió explicaciones por la intromisión, cuestión que atendieron con rapidez y frivolidad – va a ser mejor que cambies tu actitud, nuestro querido hermano nos heredó la casa y el taller, con nosotras como tutoras tendrás que enderezarte y trabajar realmente-.
No pudo reaccionar. El hombre era un abogado y prosiguió a leer el testamento de su padre. No terminó de escuchar las explicaciones que éste le daba para no heredarlo y salió de la casa con una terrible opresión en el pecho. Corrió sin rumbo y se detuvo en un descampado próximo a la estación de trenes. Sus pensamientos eran un torbellino, sentía decepción, tristeza y rechazo.
Tomó todas las pastillas que tenía y caminó por las vías lejos de la estación, hacia donde el tren acelera y no se detiene por nada. A sus lados las plantas eran vastas y diversas. Las vías eran viejas y no escuchó nada más que la fuerte bocina del tren, mientras continuaba su marcha y unas luces cada vez más próximas a sus espaldas iluminaron el frente, donde su padre lo esperaba con su botella preferida y mucho trabajo que hacer.

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