miércoles, 14 de julio de 2010

Nucha, la abuela



Por Eric Lagorio
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010

Está ahí sentada, como despotricando el paso de la vida, como si esperase algún milagro que retome los hilos de la felicidad y el disfrute máximo de antiguos tiempos de adolescencia. La vida se le ha pasado de un saque, repentina y traicionera; el estirpe del tiempo se burla de sus antiquísimas arrugas y sus ojos se tumban en nubarrones de recuerdos. Continúa allí sentada, en la misma silla y observa, se detiene ante la silueta de los objetos que la rodean cotidianamente, como si se tratase de un placer estático, una falacia de sentido que socaba el instante de felicidad y retoma por las riendas de la servil melancolía.
Sus ojos se posan por doquier. Su cuerpo está inmóvil, ya no tiene con qué maniobrar. Está gastada, cansada y alicaída. Los días han pasado como un torbellino y consigo las migajas de un tumulto plenipotenciario erosionan hacia el sentir desconocido, la mixtura de sentimentalismos resquebrajados y anecdóticos que eclosionan en el transcurrir diario. Sus huesos maltrechos y la musculatura atrofiada de tanto baile desandado, desencadenan feroz despotricar que tiñe el silencio de palabrotas y gritos que rebotan en el vacio de las paredes. Nadie la oye, sin embargo ella vuelve a gritar, una y otra vez, cada vez más fuerte, como si aguardase por el abrigo de sus seres queridos, como si se tratase de una señal de auxilio que sobrevive ante la indiferencia de propios y ajenos.
Constantemente se sumerge en un sinfín de irregularidades hogareñas. Intenta lo sencillo y fracasa. Sus ojos se cargan de impotencia y siento que desea golpear las paredes o, quizás peor aún, tomar un revolver y gatillar horizontalmente hacia sus recuerdos en fiel señal de propia intolerancia. De sobre manera sabe que poco resta por vivir y parecería que así lo desea. El sufrimiento monopoliza sus sentidos más profundos y pervierte el placer de abrir los ojos y poder esbozar diálogo con cualquiera a su lado. Lo minúsculo se agiganta y lo enorme le es ingrato. Teme por los pesares que la vida en soledad le imprime, aunque jamás desearía morir. Aún tiene esperanzas, parece que existen motivaciones que la mantienen al tanto del quehacer científico y el cómo sobrevivir entre tanta malicia. Aguarda por el milagro, siempre sentada, sujeta al respaldo de la misma silla.
Ante todo es una mujer generosa. Como toda bonachona de la tercena edad, comparte ciertos vicios con sus colegas etarios que a veces se tornar repetitivos y sumamente redundantes, pero vale la pena escucharla. Lo vale, porque detrás de cada sonido y entre tanto esgrime una pausa, se nota que allí está el valor de la vida en familia, el hecho máximo y fundamental de acercar un oído al ser querido en razón de poder diagramar y sostener extensas charlas amistosas que hagan más ameno el camino por recorrer. Ella se presta y escupe conceptualizaciones propias de la experiencia humana que sorprenden y generan el suspenso necesario que sumerge los sentidos en una dimensión años luz del más allá, lejos de la modalidad mortal de los humanos, donde no se habla ni de finitud, ni de limitaciones. Es la voz de una mujer que pisa los 80, que puede hablar de Perón como también del hipismo; estuvo en todas y a la vez en ninguna.
De seguro ha de ser una mujer valiente y atrevida. A pesar de las dificultades, ella no suele bajar jamás los brazos, está dispuesta constantemente a dar la batalla que la maldita genética del Dios Supremo le ha concebido. En actitud de hipocresía, sostiene un Rosario y hacia él brinda las mayores oraciones que una dama de su talla podría brindar, entumecida actitud anestésica de quien confía y deja a la marchanta espiritual su destino. Es simple y sencilla, no anda con vueltas. Levanta la voz y allí el estallido. Duerme y de pronto se despierta.
Levanta su rostro y sigue postrada en la misma latitud, en el mismo ignoto rincón de la casa que nadie gusta transitar por temor a ser revestidos por la tristeza de una vieja que ya de vida resta tantito unos años. Contados, por supuesto, los días son pesados y carentes de articulación. Las voces se mezclan y el sentido es casi nulo, por no decir deleble y difuso. Las miradas posan distantes ante sus ojos que ya no saben cómo reaccionar, de qué modo romper con la distracción y llamar finalmente la atención de los mismos egoístas de siempre, sujetos desmemoriados que hacen del crepúsculo vital una constante casi permanente.
Sus nietos se acercan, intentan diferenciarse del resto. Les cuesta ser distintos, sumergirse dentro de un mundo comprensivista que poco hace a la normalidad del quehacer social y familiar. Charlan tenuemente, como si hubiese que resguardarse ciertas cosas, como si ellos también fuesen parte de una lógica de socialización normalizada, incluso formalizada dentro del seno mismo del árbol genealógico. Sin embargo, son sólo ellos los que descubren su sufrimiento y se acercan. Tienden una mano, todo parece haber cambiado, al menos por un momento. Ella se revitaliza por completo y sonríe. Una lágrima golpea sus pómulos dañados y la teoría del fénix parece cierta y posible. Su cuerpo, todavía inmóvil, da pequeños brincos imperceptibles en el lugar y su piel retoma el brillar lumínico de aquella anciana adolescente. Se retuercen sus huesos y la musculatura revive. Sus ojos se llenan de carcajadas y por fin lanza unas palabras. Su voz es finita y dibuja sendas manifestaciones de timidez. El contacto se diluye y todo vuelve a la normalidad. Ella sigue allí, sentada en su silla observando el pasar ajeno y postrada con sus tristes ojos en sintonía con “la nada”.
Su nombre es Nucha, mi abuela, nuestra abuela; el fiel reflejo de tantos otros que vacilan entre el griterío y el ignoto rincón, ignoradas como tantas otras almas silenciadas que ya no tienen voz ni voto, que ni siquiera, en vísperas del final, están habilitadas a compartir momentos en familia, como si morirse fuese ahora una decisión anticipada, como si las potencialidades de la experiencia fuesen sólo relativas al colchón de una silla y al mismo respaldo de siempre.

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