Julia Thomas
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Las hojas crujían al pisarlas. El otoño había llegado con su más sublime característica otoñal. Era un día ventoso pero de ésos para meditar.
Bajo un frondoso roble yacía Ernesto, sumido en sus pensamientos, pero en realidad eran sinceras y profundas preocupaciones. Sus 25 años habían transcurrido en series de acontecimientos febriles, duros y viles. Durante toda su vida no había logrado lo que había deseado, no había podido cumplir sus sueños ni concretar sus expectativas; su libertad dormía en un antiguo cajón de la habitación de su madre y lo que era peor aún, a Lucrecia, el amor de su infancia y de su juventud, ya no parecía importarle su presencia.
Como volado, como extranjero en su propia tierra, comenzó a caminar sin rumbo fijo. Sabía que a pesar de que el sol calentaba y abrigaba su fría alma, que las flores bailaban al compás del torrente y que millones de fenómenos naturales y miles de maravillas hacían de este mundo un lugar digno de ser vivido. Sin embargo, la felicidad nunca moraría en su ser. Todo lo que añoraba huyó de su escéptico mundo y las cosas que poseía parecían desintegrarse gradualmente. Con la soledad que produce la congoja invernal decidió enfrentar su realidad de la peor forma posible. Aceleró el paso y se perdió en los callejones y tierras devastadas que iban a imprimir el sello final de su historial.
No quería pertenecer más a este mundo, no quería continuar revolviendo su eterna mala suerte, sólo tenía un objetivo en mente, el único y el primero que iba a lograr concretar en su vida, exhaló el concluyente soplo de sus pulmones y cerró los ojos con una fuerza equivalente a la valentía que supone un pálido adiós.
Regalo
Hace 2 semanas
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