lunes, 20 de junio de 2011

Periodista desaparecido

Ezequiel Giménez
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Mucho frío. Y un viento que hacía lagrimear al más rudo. Así eran los días en la Patagonia. En ese sur que durante mucho tiempo había permanecido inhóspito, vivía Germán Villegas.

Periodista destacado de la región, nació, se crió y estudió en Salamanca, un pequeño pueblo de la provincia de Santa Cruz. Desde que recibió su título de Comunicador en Río Gallegos, no tuvo demasiado para escribir, por eso creyó necesario realizar un viaje hacia cualquier punto del país. De esa manera, tendría material e información para poder avanzar con su primer libro.

Sin pensarlo demasiado, tomó algunas prendas del ropero, armó el bolso y buscó su grabadora. Después de desayunar, cerró la puerta y subió al auto, un Fiat 147 que había comprado en una subasta con su primer sueldo. Pero, ¿a dónde iría? No lo había decidido. Tampoco tenía mucho dinero encima.

-¡Ya fue! - exclamó-. Voy bordeando la costa y veo hasta dónde llego.

Al principio, viajar solo no presentó ningún obstáculo, pero la radio no funcionaba y ese sí sería un problema en algún momento.

El paisaje era deslumbrante. La calma del océano. Las olas que rompían contra los acantilados y el canto de las gaviotas que entraban y salían del agua en busca de peces. Los asombrosos colores que se formaban por sobre las nubes a medida que el sol se escondía, brindaban una apaciguada sensación de tranquilidad. Aunque Germán se había acostumbrado a verlo todos los días, el panorama no lo desanimaba.

Caía la noche y el frío se hacía presente. Sin embargo, el auto comenzaba a levantar temperatura. Era imprescindible encontrar una estación de servicio y parar por unas horas.

Unos kilómetros más adelante, observó unas luces que provenían de un pequeño rancho. Se detuvo sobre la entrada y lejos de la ruta, por su seguridad. Al bajar, notó una gran nube de vapor saliendo el radiador. Se acercó a la tranquera y golpeó sus manos heladas en busca de ayuda. A lo lejos, distinguió la silueta de una persona en la ventana y el ruido de unas llaves girando en la cerradura. Un anciano de unos setenta años, bastante encorvado en su postura, se acercó hasta donde se encontraba Germán.

-¿Quién está molestando a esta hora? -preguntó con voz ronca.

-Necesito ayuda con el auto, don. ¿Podría ayudarme?

El viejo campesino se arrimó un poco más y dejó abierta la tranquera. Germán entró.

-¡Es muy amable! -agradeció casi gritando por los ladridos de los perros.

La cara del viejo estaba muy arrugada y su nariz puntiaguda apuntaba hacia abajo. Tenía una mirada un tanto extraña.

-Quédese por aquí -indicó el anciano-. Ya traigo lo que necesita.

Germán, como todo periodista, sintió curiosidad y decidió seguirlo. Detrás de la casa había un enorme galpón. La puerta se encontraba entreabierta. El sureño entró sin encontrar señal alguna del anciano y terrible fue su sorpresa al prender el encendedor para iluminar el lugar.

Decenas de ganchos colgaban del techo del galpón como si fuera un frigorífico. Pero allí no había animales sino personas. Enteras, mutiladas, partes de brazos y piernas. Una escena horripilante. La sangre chorreaba y bañaba el suelo, transformando la tierra en barro. Germán permaneció inmóvil, sin palabras. Se sintió desganado y cayó desmayado.

Al otro día, el diario de Salamanca horrorizó a todo el pueblo con la noticia de la desaparición de su más brillante periodista. Nadie sabría nada más de él.

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