domingo, 26 de junio de 2011

La historia que pudo ser

Diego Torrillas
Taller de Comprensión y Producción de Textos I


Era el año 1615. Me encontraba caminando por las calles de Londres, en esta Inglaterra jacobina. Hacía mucho que no salía a dar un paseo porque estaba terminando de escribir mi última obra de teatro. La tarde era fría, la neblina y la oscuridad cubrían las calles por completo y no me permitían distinguir ningún tipo de persona.

Estaba a punto de volver a mi casa cuando me crucé con un niño que no tendría más de ocho años. Nunca me hubiera percatado de su presencia si no me hubiese gritado. El muchacho temblaba del frío. Sus pies descalzos sangraban de tanto caminar. Llevaba puesta una remera maloliente, su cara estaba sucia y la tristeza se reflejaba en sus negros ojos.

Al mirarlo no pude evitar recordar mi niñez. Me veía a mí mismo vagando por las mismas calles por las que, ahora, caminaba como un señor. Me veía como aquel niño que alguna vez se vio obligado a realizar trabajos que carecían de un valor ético favorable. Ahí estaba yo, durmiendo en las calles tapado por los techos de las casas hasta que los dueños se dieran cuenta. Me echaban y nuevamente tendría que caminar por las calles ocultándome de aquellas personas más grandes que intentaban aprovecharse de mi inocencia.

Durante estas caminatas, me la pasaba pensando y preguntándome: “cuál es más digna acción del ánimo ¿sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a este torrente de calamidades y darlos fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. No más.” Sin imaginar que años más tarde estos pensamientos cargados de preguntas me servirían para escribir una de las obras que ha provocado que la mismísima reina Isabel me brindase honores.

No sé cuánto tiempo estuve perdido en mis pensamientos ni cuántas tuve que llamarme este chico. Le pedí disculpas y le conté lo que había vivido. Él me miró sorprendido y sus ojos, que antes mostraban tristeza, ahora reflejaban asombro. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que su nombre era John Milton. Le dije que el mío era William. Él se sonrió y me dio las gracias. Y yo me fui pensando que sería de aquel chico, si se dejaría arrastrar por el dolor que lo invadía hasta morir o se levantaría para luchar contra las calamidades con las que debía convivir día a día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario