domingo, 26 de junio de 2011

San La Muerte

Jorgelina Macchiarelli
Taller de Comprensión y Producción de Textos I



Amalia era una anciana muy creyente, su adoración estaba dirigida a un santo muy peculiar al que llamaban San La Muerte. Su devoción se debía a la ayuda que éste le había proporcionado en su adolescencia y adultez. La gente buscaba al santo para lograr un objetivo: llevar a la muerte a la persona por quien se oraba.

A los quince años, como consecuencia de un robo, Amalia recibió un disparo en la pierna derecha. Éste la dejó paralítica de por vida y le impidió seguir practicando deportes, que era su más valioso pasatiempo.

Para desgracia de los ladrones, Amalia reconoció el rostro de uno de ellos -eran dos-, el otro pudo escapar exento. Semanas después, cuando la niña logró apaciguarse, la llevaron a la comisaría para realizar el reconocimiento. Cuando terminaron, apresaron al muchacho al instante pero, dos meses después, las noticias informaron su escape de la cárcel.

Amalia tenía un familiar, Rómulo, que se encargaba de hacer magia negra y realizaba brujerías cuando se lo pedían. Al enterarse del desagravio del ladrón, le entregó a su sobrina la estampita de un santo encargado de matar a quien se le ordene a través de la oración, conocido como San La Muerte. Ella le agradeció y, a partir de ese día, comenzó a pedir por la muerte de la persona que le había causado tanto daño.

Los meses pasaron y Amalia no hacía otra cosa más que rezar y rezar cada día y noche hasta que, mientras almorzaba y miraba las noticias, se enteró de la muerte del ladrón. Éste había fallecido esa misma mañana, según los peritajes oficiales. Lo habían encontrado en su casa tirado en el piso del baño, boca abajo y sin signos vitales. Desde allí, Amalia se convirtió en la seguidora fiel de San La Muerte.
Y así transcurrieron los años de su vida. La niña, ahora mujer, se dedicaba a pedir por la muerte de todas aquellas personas consideradas obstáculos para ella. Si alguien en el trabajo era ascendido a un puesto más elevado, oraba y luego éste moría, al año o al mes, según la regularidad de sus peticiones. Si el panadero no quería fiarle un kilo de pan, rezaba para que muera. Si sus amigos no la saludaban para su cumpleaños, invocaba al santo y éstos fallecían al tiempo.

Sus rezos se volvieron tan fuertes que las muertes no tardaban más de un mes en cumplirse. Su paranoia había aumentado al punto de querer eliminar incluso a la gente que sólo la miraba. Se había quedado sin amigos y su familia hacía tiempo no la visitaba porque se habían enterado de su odio rutinario y no querían acercársele. Sin embargo, ella no les deseaba la muerte porque su familia era intocable.
Con el pasar de los años se quedó completamente sola y se dedicó a rezarle a San La Muerte pero, esta vez, para que la lleve a ella. La anciana oraba día y noche pero sus oraciones no eran oídas y su culpa aumentaba diariamente.

Una mañana, Amalia notó que había despertado con más fortaleza que antes y, al ver que sus súplicas no daban frutos, se dijo que quizás debía cambiar de pueblo para someter a otra gente a los castigos de su santo. Entonces, armó una valija y dejó todo lo demás en su lugar. Abandonó esa tarde su casa y jamás se la volvió a ver por esos lados. Ahora la anciana iba por otro pueblo, más fuerte que nunca, a lograr su objetivo.

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