domingo, 26 de junio de 2011

Ritual de sangre

Rodrigo Sánchez
Taller de Comprensión y Producción de Textos
Tecnicatura en Periodismo Deportivo


Para los indios Kawreas la aldea en la que se situaban, ubicada en el norte de lo que hoy en día es Perú, era un lugar inmejorable para llevar una vida sana, pacífica y saludable. Tenían para su gusto y antojo una pequeña pero suficiente extensión de tierra que había sido heredada por sus viejos antepasados desde hacía ya dos generaciones.

Pese a su corta posesión territorial, los Kawreas contaban con un espacio bastante nutrido, con abundantes recursos, sin contar con la favorable situación de limitar con las costas del Océano Pacífico, del cual obtenían comestibles a gusto.

La codicia no era una de las cualidades en estos individuos. Su meta era simple: llevar una existencia tranquila, lejos de toda posibilidad de conflicto. Era por eso que habían optado por asentarse precisamente en aquel sitio tan distante de la arrolladora civilización que amenazaba con invadir cualquier ambiente que se creyese libre.

Todos estos datos daban la impresión de que esta tribu era una de las más aburridas y vacías de América. Justamente no pretendían ser lo contrario ni mucho menos. Suponían ser felices de aquel modo tan poco extravagante y simple y, tenían la esperanza de prosperar en el tiempo. Al menos eso creían, pero de ninguna manera sospechaban de los sucesos que comenzarían posteriormente.

Salum, el jefe de esta aldea habitada por unas 150 personas, era un hombre sencillo, de unos 40 años. Su altura era perfectamente proporcional a su peso. Era propietario de un físico y una capacidad atlética que rozaban lo inimaginable.

Había llegado a dicho puesto de poder por medio del voto de palabra de la mayoría de los pobladores, quienes lo eligieron pensando en sus habilidades gimnásticas en segundo orden. Es que sus principales virtudes eran su personalidad y su sabiduría, las cuales le permitían obrar de buena manera en las situaciones que se tornaran dificultosas. Lo cierto es que este personaje comenzó a observar cambios extraños en sus allegados. Particularmente los notó en el grupo de jóvenes-adultos, quienes tenían a cargo la tarea de caza. Estos muchachos, cuyas edades oscilaban entre los 20 y 30 años, acostumbraban a salir de expedición todas las tardes por la selva en busca de jabalíes, ciervos o cualquier otro animal que pudiera servirle de alimento a las mujeres y a los niños de la tribu.

Las sospechas de Salum eran justificadas y se basaban en que aquellos hombres habían empezado a no hablar y a trabajar sin expresar sensación alguna. Rara vez conseguían capturar algún animal, y esto era aún más extraño, puesto que su nivel de eficacia había sido siempre altísimo. Parecían zombis que habían sido hipnotizados por algún fenómeno sobrenatural o maldecidos por un tipo de energía oscura.

Salum decidió consultar al señor más anciano de la tribu: Sempú. Este se apoyó en ciertas leyendas cuyos relatos afirmaban que los duendes eran seres capaces de producir estas terribles alteraciones en el hombre. Pasada la semana, las conductas de los cazadores se volvieron agresivas. Era así, que atacaban a cuanta persona ajena a esa labor se acercase. Hombres, mujeres o niños; no razonaban entre edades y sexos. De vez en cuando advertían su embestida con una especie de alarido que resultaba inentendible.

Ya con esta complicación a cuestas, el tenaz Salum resolvió adentrarse en la selva para seguir a los cazadores con el mayor sigilo posible. Para esta misión escogió la compañía de Sempú, quien también era un amplio conocedor de aquellas irregulares zonas. Tan solo a unos 50 metros de los hombres, el jefe y el anciano pudieron escuchar fuerte y claro la reproducción de una frase que se repetía tanto como se repiten las olas en la orilla del mar. Los cazadores exclamaban una y otra vez: “¡Asereje-ja dejé!”, siempre con la misma potencia y seguridad. Fue allí donde Sempú confirmó sus más escalofriantes temores, ya que aquellas palabras no significaban otra cosa más que: “Alabemos al Dios duende”, según lo decía la legendaria creencia.

Los dos nobles caballeros debían actuar rápido y con precisión. Por el momento, continuaron su marcha por el tortuoso camino plagado de vegetación y otros seres vivos, que los condujo hasta una especie de cascada. Pese a su valentía, tomaron por conveniente refugiarse detrás de unos ásperos arbustos. Desde allí los cazadores, que ya habían detenido su andar, no podrían notar su presencia.

Luego de acomodarse en el improvisado escondite, Salum pudo divisar la hermosura de ese paisaje que se presentaba ante sus ojos. Al mirar de modo más atento creyó ver un objeto similar a un monumento. Quiso acordar con Sempú, hasta ahora pensativo y silencioso, quien sin vacilar un segundo, dijo:

- Pues sí, es efectivamente la estatua de uno de esos milenarios duendes que tan temidos son.

La leyenda explicaba de forma clara los sacrificios que realizaban estos seres con el objetivo de agigantar su presunto poder. Dicho ritual debía hacerse mediante la prestación de los “servicios” de un ser humano. Hasta ahora el grupo de cazadores no había sufrido bajas, pero todo era parte de la etapa de iniciación.

Afortunadamente para los posibles héroes, los duendes eran solamente dos. Se podía apreciar a uno de los más jóvenes del grupo, recostado, casi inconsciente sobre un altar cuidadosamente decorado con piedras y teñido por lo que parecían ser unas viejas manchas de sangre. Los restantes estaban sentados esperando su turno de morir.

Tras pronunciar algunas palabras en un desconocido lenguaje, uno de los duendes alzó bien alto un puñal con su mano derecha dispuesto a dar remate a tan desdichado hombre, mientras que su fiel aliado vigilaba cerca del lago haciendo uso de sus agudos sentidos.

Salum supo que era el momento apropiado para tomar cartas en el asunto y fue así como salió de su escondrijo y se hizo visible, para gran sorpresa de los pequeños malditos. Haciendo honor a sus capacidades físicas innatas, corrió velozmente al encuentro con el hombrecillo que blandía la mortal arma. Sempú arremetió contra el otro que se hallaba indefenso. Por desgracia para este segundo duende, a su ausencia de armamento se le debía sumar su extrema cobardía. En el instante en el que intentó llevar a cabo su huida, el anciano lo sujetó por el cuello con más maña que fuerza, y le sumergió la cabeza en el lago continuo a la ya mencionada cascada. En vano desplegó algunas maniobras aquel sometido, que más que forma de resistencia, resultaron total desesperación. Al cabo de unos segundos, las burbujas ya no sobresalían de la superficie y la agitación del agua había cesado al fin.

Sólo faltaba aniquilar al duende restante. La batalla entre Salum y el malévolo ser, se había vuelto titánica. El enemigo era muy fuerte y el manejo de su arma era formidable.

Salum parecía estar a punto de alcanzar el límite de sus fuerzas. Su cuerpo estaba bañado de sangre producto de las heridas propinadas por el afilado puñal. Corría peligro su vida y por consiguiente, la de toda la tribu Kawrea. Sabía que el fracaso no era una opción viable.

De pronto, en una milésima de lucidez, Salum logró alcanzar e incapacitar la mano de su temible adversario. Rápidamente, en una arriesgada acción, tomó el arma con el brazo que le quedaba libre y la incrustó de lleno en el corazón del infeliz monstruo que, de forma espeluznante, lanzó un grito al cielo que espantó a todas las aves que reposaban en las cercanías.

Los cazadores volvieron en sí, sin saber realmente que era lo que les había ocurrido. Más tarde, el grupo entero emprendió el regreso a la aldea, donde pudieron tomar descanso y relatar a todos los pobladores los detalles más salientes de aquella difícil hazaña.

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