lunes, 20 de junio de 2011

Sin cielo

Martín Sanzano
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


Medio despierto y medio soñando me di cuenta que la música directamente proyectada a mis oídos a través de los auriculares, estaba demasiado alta. Cuando logré despegar los ojos, corrí la cortina y miré ansiosamente el paisaje. Las vacas iban apareciendo y el tránsito se hacía cada vez más denso. Desde uno de los autos que se animaron a pasar a la oruga gigante de dos pisos, que es lo que parecía el colectivo de larga distancia que me llevaba hacía varias horas rumbo a mi destino, una nena con cara de malcriada se atrevió a sacarme la lengua. Si mamá la hubiera visto de seguro habría dicho “a esa borrega le faltan modales, y ya no se enseñan de esos en la gran ciudad”. Yo, por mi parte, me reí. Sentí que iba a tener que empezar a acostumbrarme a esos gestos.

Bajé el volumen unos cuantos niveles y volví a cerrar los ojos. Una escala en un pueblo fantasma me volvió a despertar y pude darme cuenta que el sol ya se había escondido. Miré el reloj que me regaló papá antes de subirme al colectivo y que me indicó que sólo veinticinco minutos de recorrido me separaban de la llegada. Esta noticia me pegó de lleno en el estómago. Era hambre, pero también era incertidumbre.

Saqué el mate del bolso y encontré un pequeño sobre bajo la tapa del termo de acero. La abuela me había escondido un billete de cien pesos. Los agarré, los miré con alegría y me los guardé en la billetera. “Gracias abuela”, ensayé para mis adentros, y recordé sus lágrimas al darme el último abrazo antes de salir.

Mateando y pensando quise sellar esa espera, ese instante de traslado en donde no se está ni en un lado ni en el otro, ni en su casa tranquilo alrededor de los suyos, ni en la gran ciudad llena de extraños y riesgos por vivir, con una canción. Busqué la ubicación del tema en el reproductor pero antes de poder darle play, las luces del micro se encendieron y todos comenzaron a levantarse y a agolparse contra la puerta de salida. Sus rostros denotaban el hastío, la hacinación y la desconfianza, de la que tanto me habían hablado mis hermanos, de la gente que pisaba, aunque sea un momento, el duro cemento de la ciudad. Esperé a que todos bajaran y salí último. El ruido de otros micros estacionados y el penetrante hedor del agrupamiento de gente, no fueron la mejor primera impresión. Menos aún lo fue la falta de cordialidad y respeto de las decenas de personas que reclamaban sus bolsos de viaje en el valijero. Fiel a mis principios, esperé a que el último histérico se retirara para ir por mis cosas. Aunque me lo pidió de muy mala manera, le dejé unas monedas al chico que se encargó de alcanzármelas.

Cuando enfilé para el lado de la parada de taxis, miré un rato para el cielo y ahí comprendí todo. Las estrellas ya no estaban, sólo luces y más luces artificiales erigidas en el firmamento. No se veía, tampoco, el horizonte. Los autos y edificios lo ocultaban con mucho oficio. Las montañas no existían, pero las estructuras del hombre rascaban los cielos burlándose de todo lo que yo conocía. Ese lugar no era el mío, eso era seguro. Pero mi destino era ese, y debía asumirlo. “¡Taxi!”, grité, y ya me sentí parte de esa gente hastiada, hacinada y sin confianza.

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