domingo, 12 de junio de 2011

Un odio ciego

Ramiro Sarmiento
Taller de Comprensión y Producción de Textos II


El partido terminaba. Estudiantes ganaba el clásico platense 2 a 0 sin merecerlo. Durante todo el partido gimnasia había sido superior, teniendo el dominio del esférico y jugando un verdadero fútbol. Esto último, característica principal de su técnico, Ángel Cappa.
Al finalizar el encuentro, realizado en el espectacular Estadio Único de La Plata, el entrenador tripero criticó duramente el juego pincharrata en una entrevista emitida a todo el país. Justamente, las declaraciones fueron visas por un grupo religiosamente fanático del Pincha, que no pudo aguantar una sola palabra más de Cappa en contra del equipo de sus amores.
Rápidamente y casi sin pensarlo, uno de los hinchas expresó la idea de ir a buscarlo, mientras sacaba un arma del primer cajón de un mueble pequeño de su habitación. De forma inmediata pensó que no sería una acción afortunada para él, ya que tenía anteriormente una causa por otro crimen. Héctor, así se llamaba este muchacho, volvió al comedor de su casa, donde estaba mirando la televisión con sus amigos. Llamó al más fiel de ellos, y le contó su plan y le indicó por dónde saldría del estadio la futura víctima del asesinato.
Tan enojado como el mismísimo Héctor, Juan tomó el revólver y salió a buscar al polémico técnico del equipo Mens Sana. Llegó hasta la intersección de la calle 25 y 526, metiéndose y mimetizándose con el público de gimnasia, el único que había podido asistir al encuentro.
Allí esperó un tiempo, treinta minutos aproximadamente. Ssus nervios eran tales que temblaba de pies a cabeza, pero estaba ciego por la ira. Quería estar seguro que esa odiosa persona estuviera muerta.
Mientras pensaba esas cosas, pasó un auto con vidrios totalmente polarizados y con una de sus ventanillas bajas. Juan logró ver a Cappa que manejaba el automóvil, tal como se lo había dicho su cómplice y amigo.
Automáticamente, el joven sacó el arma, corrió hacia el vehículo y, gritándole, le disparó en la cabeza. Después de hacerlo, sólo atinó a correr desesperado, pero sin sentir arrepentimiento ni culpa por haberle puesto fin a una vida humana.

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