miércoles, 23 de junio de 2010

Con lo cara que está la vida

Por Jerónimo Guerrero
Taller de Comprensión y Producción de Textos I
Año 2010


Aquella noche la tormenta había tomado inconmensurables dimensiones. Los rayos, seguidos de estrepitosos truenos hacían estremecer hasta al más valiente de los mortales.
A las diez, Leonor, llamó al resto de la familia a cenar. Leonor era una mujer atractiva, de unos cincuenta años. El hecho de haber tenido hijos siendo tan joven, la había conminado a una vida netamente doméstica.
Sus hijos, Mario y Esteban, no tardaron en bajar al lujoso comedor estilo art nouveau, siendo Homero, el padre, el último en sumarse a la cena familiar.
En el transcurso de la comida, Homero comentó que, mientras ordenaba unos expedientes en su estudio, había encontrado un cofre colmado de fotografías familiares de los antiguos dueños de la enorme casa. También refirió que ese episodio, le había generado una horrible sensación.
Afuera llovía, a esa altura, torrencialmente. Con cada trueno, las lámparas que iluminaban el salón, producían pequeños hiatos de oscuridad generados, posiblemente, por la sobrecarga de tensión en los transformadores.
Promediaba la cena cuando uno de los apagones adquirió mayor entidad. La oscuridad se apropió del comedor por aproximadamente tres minutos, lapso en el que Leonor, absolutamente a tientas, intentó encender unas velas.
Justo en el momento en que la odisea de encontrar esos malditos y esquivos objetos de cera incandescente llegaba a su fin, el salón volvió a iluminarse, y allí Leonor pudo constatar, que ya no estaban solos.
Un señor de unos setenta años, gélido, con aspecto tísico, permanecía sentado a la mesa junto a Mario, el mayor de sus hijos.
Homero, que se encontraba sentado en la cabecera, no tardó en reconocer al horrible visitante. –Debe ser Aníbal- dijo sonriendo, -su nombre figura en una de las fotos que les comenté-, y mientras pronunciaba esas palabras le hacía señas a su esposa para que agregase un plato.
Fue allí cuando Leonor estalló de ira. Había estado toda la semana preocupada por la inflación y sus negativos pronósticos. En la televisión y las radios anunciaban un derrumbe económico y en los negocios del barrio ya se discutía la cuestión. En la verdulería, por ejemplo, Don Roque, había decidido no vender más morrones ante la incertidumbre respecto de cuánto saldrían la otra semana.
Esta situación, había generado en Leonor un estado de hastío absoluto, y de ninguna manera estaba dispuesta a soportar a un fantasma cualquiera viviendo en su casa. – ¡Si se queda, aporta!- pronunció sin mirar al nuevo visitante.
Fue así que Aníbal consiguió un trabajo en la panadería del barrio, y pudo de esta manera costear los gastos que le generaba a la familia Álvarez.

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