lunes, 7 de junio de 2010

Juan, el canillita

Por Samuel Ignacio Rabaza

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

Las frías noches porteñas encierran misterios, sueños, relaciones y penurias por doquier. Plazas donde la muerte juega a esconderse, donde la protección no abunda y los vicios nos dan cobijo de la realidad. La temida y lamentable realidad.

En esos ámbitos vivía Juan. Sobrevivía. Su historia, su pasado, era tan temible y penoso que estremecería al más templado de los seres. Nacido 14 años atrás, un prometedor futuro lo recibía, en una zona residencial del sur del conurbano bonaerense. Su madre, frágil gacela de corta edad, había quedado embarazada en una fatídica salida nocturna. Una rebelde actitud sumada a un cóctel de hormonas, en general, solo produce contrariedades.

La familia la había aceptado a pesar del enojo obvio, asegurándole un techo, alimento y cuidados, pero le exigieron a cambio que la muchacha trabajara en el negocio familiar. Sin una mejor opción en el panorama, la futura madre aceptó.

Los primeros años fueron buenos. Las ventas permitían el sustento familiar, mientras que el niño crecía fuerte y sano. Pero la vida se empeña en enfrentarnos con los obstáculos más complicados, en función de un incierto progreso.

Su abuelo, el ser que había brindado cobijo al pequeño, gozaba del abuso infantil. A sus sesenta y cinco años el deseo por carne fresca y pura, de un inocente espíritu, se había encendido. Y tomando a su nieto como iniciación, sucumbió a las más temibles aberraciones familiares y humanas.

El pequeño ser estaba desconcertado y horrorizado. La penumbra, lo oscuro había usurpado todo su espíritu: los años que sufrió en silencio, ahogado de dolor y odio; las lágrimas que habían dejado de caer. La resignación persistía.

En los demás ámbitos sociales, este hecho comenzaba a repercutir. Le costaba insertarse, tenía un comportamiento errático y conflictivo, que lo apartaba de los pares, de la integración. Esto no hacía más que sumergirlo en un profundo pozo depresivo.

Su madre había resuelto su vida junto a una nueva pareja, con la cual había tenido otros dos hijos. Entre el trabajo, los pequeñuelos y la atención a su nuevo amor, no le prestaba atención a Juan. El tan conflictivo Juan.

El paco apareció un día. Luego de compartir innumerables partidos de fútbol en la canchita del barrio, solía juntarse con los vecinos en la esquina a compartir un rato y alejarse de su casa, que tan malos momentos le hacía pasar. Uno de ellos se presentó, en cierta ocasión, con esta fulminante droga. Ante la presión del grupo y en pos de reafirmar su incipiente hombría, comenzó a consumirlo. Era jodida la vida como para que pudiese empeorar.

El vicio empezó a perderlo. La escuela fue la primera víctima. Sus reiteradas faltas provocaron su expulsión, la cual no alarmó lo suficiente a su progenitora, más allá de lo normal. Los objetos de valor empezaron a faltar del hogar y del negocio. A veces no aparecía por horas; y, debido a su vida nocturna, usaba las mañanas para dormir.

A sus diez años, cansado de sufrir y padecer el maltrato e indiferencia familiar, huyó de su casa, sabiendo que nunca iba a regresar. Con nada en sus bolsillos, solo un par de vagas ideas en la mente, tomó el tren hacia la capital, hacia la oportunidad. Sabía, esperaba que alguien lo ayudara, que se compadeciera de su situación.

Pero no fue así. Bien sabido es la malicia y mezquindad de los habitantes de este liberal mundo. Sus magulladas y secas almas que deambulan se chocan las unas a las otras, capaces de arrancarse los ojos solo para triunfar, para ganar, para vencer. Seres vacíos por dentro y superficiales.

La primera noche, con unos diarios como cobijo, logró arroparse. Por colchón usaba un viejo banco de plaza, y como techo protector tenía las sabias ramas de un roble. Pasaba frío y hambre. El miedo lo paralizaba, pero su fortalecida personalidad le permitía mantenerse en pie.”Mi futuro será mejor”, pensó para sí.

Los días siguientes fue conociendo los nuevos códigos que regirían su existir. Después de algunas peleas callejeras, consiguió ganarse el respeto de los demás inquilinos de la zona, quienes lo aceptaron en el grupo. Sus temores serían ahora compartidos. Consiguieron un par de pizzerías y bares donde pedir restos de comida que significarían el sustento diario. La cosa se perfilaba bien.

El tiempo transcurrió. Aunque muchas drogas pudieron perderlo, tenía la suficiente dureza de espíritu para superarlo. Poco a poco logró desprenderse de ellas. Le llevó, eso sí, varios enfrentamientos, y unas cuantas agarradas. Nada, pensaba él, en comparación con su prominente porvenir.

Su relación con las mujeres fue favorable, lo cual lo indujo a un precoz debut sexual. A pesar de los abusos de su abuelo, había logrado sobreponerse. El sexo no era una situación traumática, sino algo íntimamente relacionado al deseo y la pasión.

Consiguió, luego de un tiempo, un trabajo como vendedor de diarios callejero, comúnmente denominado “canillita”. Su presencia, respeto y caballerosidad lograron impulsarlo en sus ventas, ampliando su zona de influencia. Ya era conocido por todos. El carisma suele brindarnos oportunidades que ni al más experto se le presentan.

Luego de una infancia olvidable y lastimosa, su presente no podía presentarse más prometedor. Lo había logrado: era feliz.

Es por ello que, cuando caminamos por la ciudad o manejamos por las calles, debemos prestar atención a quienes viven y conviven en su seno. Debemos tratarnos con respeto, mirarnos a los ojos, darnos la mano. Nos sorprenderíamos gratamente, de veras. Algo que las palabras no explican, pero que el corazón siente.

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