lunes, 7 de junio de 2010

Mundo Enlatado

Por José Ignacio Berterreix

Taller de Comprensión y Producción de Textos

Año 2010

El niño camina solo por el parque un domingo a la tardecita. Su andar tambaleante y dificultoso llama la atención de los testigos que lo miran desde lejos, tomando mate, acogidos por el tibio sol de principios de abril. Algunos comentan su evidente estado de intoxicación. Sin escucharlos, el pequeño continúa su marcha, deteniéndose sólo ante quienes se interponen en su camino para pedirles una moneda.

De noche hace frío. Como único abrigo, el pibe cuenta con un sweater, cuyas mangas exceden por varios centímetros el largo de sus bracitos, todo gastado y con algunos agujeros. Sus piernas flacas están descubiertas, a merced del viento que se ha levantado un rato antes y que lo obliga a buscar algún reparo.

Instintivamente, el niño se dirige a una estación del subterráneo. Al bajar reconoce, en seguida, a una vieja pordiosera que pide limosna entre plegarias y llantos, con quien ya ha pasado alguna noche. La mujer le ofrece parte de la cobija con la que se cubre y allí el niño se duerme, experimentando el único calor recordado, ya que nunca nadie lo ha besado ni lo ha sostenido jamás en brazos.

A la mañana siguiente es despertado por un policía que lo patea despacio pero fríamente y lo obliga a regresar a la superficie. Ya no hay rastros de la vieja que lo ha cobijado la noche anterior.

El mocoso sale de la estación y, automáticamente, emprende viaje a una plaza cercana, donde sabe que encontrará compañía. Casi llegando, divisa a sus camaradas que ya han formado una ronda junto a un gran monumento que muestra la figura de un prócer a caballo. Apresura el paso y pronto se encuentra con chicos de su edad y otros más grandes, a los que saluda impaciente la bolsa que contiene todo su desayuno. Recibe el bulto blanco de fondo color ámbar e introduce en él boca y nariz, y se dedica a respirar – ya sin prisa- su contenido. Entonces entra en su mundo, todo suyo: sus maravillas y sus horrores, sus santos y sus demonios. Nosotros no lo conocemos. Para eso haría falta que, inexplicablemente, ya no encontremos dolor al golpearnos el dedo chico del pie con la pata de la cama otra vez. Que la maestra nos rete todo el tiempo sin que lo merezcamos. Acostumbrarnos a vivir con hipo. Desconocer por completo el amor y la impronta jubilosa con la que marca cada aspecto de nuestra existencia. Ignorar también el odio, porque un niño de la calle es incapaz de odiar.

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