lunes, 7 de junio de 2010

El sabio accionar del destino

Por Luciana Gardinetti

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010


Ese día salí de mi casa más tarde de lo habitual. Vivía en una de las manzanas más desoladas, al este de la ciudad de Berlín. Allá, por 1980, no era fácil salir a la calle, y menos fingir que todo iba bien. La división política de la capital, y por cierto física desde hacía casi dos décadas, no me dio chance alguna de elegir de qué lado estar.

Mis días se tornaban cada vez más tristes y solitarios. Decidí, entonces, en lugar de ir al trabajo, salir a caminar por la calle para ver si encontraba aunque fuese a alguien con quien poder hablar o pasar un buen rato. En la cuadra que le seguía a mi casa, frente a un viejo albergue, vi a un hombre sentado, solo. Parecía estar esperando a alguien. Me acerqué hacia donde estaba él y, simplemente, lo observé durante un instante. Era un hombre joven, de buen aspecto. Tenía el pelo rojizo, ojos marrones, y llevaba puesto un gorro negro. Me miró y con una tímida sonrisa me invitó a sentarme junto a él. No lo dudé. Me senté a su lado, me presenté e, inmediatamente, comenzamos a hablar.

Luego de dos horas de conversación, me despedí. Quedamos en encontrarnos al lunes siguiente en el mismo lugar y, aproximadamente, a la misma hora.

Emprendí el regreso hacia mi hogar, y en el camino pensé. Pensé mucho. No sabía bien qué hacer. No solía desconfiar de la gente, pero en esa época, y frente a las condiciones en las que nos encontrábamos, había que ser más cuidadoso de lo habitual. Sin embargo, por dentro sentí que me había cruzado con una buena persona, y que no había sido por casualidad. Me agradó haber dialogado con él, haberlo conocido. Logré despejarme, y salir más allá de lo que era mi rutina diaria.

Recalé en mi casa pasadas las 8, me preparé la cena, terminé el trabajo que tenía que hacer para ese día, y luego me acosté. Fue una noche un tanto rara, ya que me costó conciliar el sueño, y en mi cabeza seguían dando vuelta muchas cosas.

Me levanté muy temprano al día siguiente, algo raro en mí. Los domingos eran los días en los que no le hacía caso al minutero; de hecho me quitaba el reloj al llegar el fin de semana. Era un día nublado, de mucho viento. No tenía planes de salir a vagar por el vecindario, pero, finalmente, cambié de parecer. Tomé un abrigo, un paraguas, y me fui.

Pasé por el mismo lugar del otro día, a propósito claro, para ver si se encontraba a aquel amable hombre con el que había conversado el día anterior, pero allí no estaba. Seguí caminando hasta que la lluvia me detuvo. Regresé tan rápido como pude y me eché a dormir en el sillón.

Horas más tarde, me desperté desconcertada. Tuve un sueño que me dejó sorprendida. Soñé con él. Sí, con el joven de la esquina más oscura y fría de la cuadra. Me quedé impresionada, debido a que lo había visto tan sólo una vez. Imaginé que lo volvía a cruzar en el mismo lugar. Esta vez no llevaba un sombrero negro, sino que portaba uno de color rojo. El chico me pedía un favor, un gran favor. Había estado planeando durante meses cómo atravesarse hacia el oeste de la ciudad, y yo lo tenía que ayudar. Allí tenía a su madre, quien se había quedado sola, ya que su padre había muerto en el intento de cruzar la frontera. Inmediatamente accedí a su pedido, sin saber siquiera cuál era su plan, ni de qué forma podía ayudarle.

Pensé durante varios minutos lo que había soñado y, sin llegar a conclusión alguna, decidí no ahondar más en el tema y seguir durmiendo.

Me desperté varias horas más tarde. Fui al trabajo y, al salir, en lugar de volver hacia mi casa, caminé hasta la esquina donde horas más tarde me encontraría con el joven. Ahí estaba él. Sentado como aquella vez y, para mi sorpresa, con un gorro rojo. Me acerqué, lo saludé, y me senté a su lado. El silencio se apoderó de la tarde, hasta que , tímidamente, el joven lo irrumpió diciéndome que necesitaba de mi ayuda para cruzarse hacia la República Federal.

Me quedé helada por un momento, luego le contesté que sí, que lo sabía, y que lo iba a ayudar. El hombre me agradeció y se justificó asegurándome que yo conocía dónde se encontraban las salidas para cruzar hacia el otro lado. Me aseguró que sólo yo lo podía ayudar, pero que no debía divulgarlo, de lo contrario ambos correríamos riesgos. Por un momento dudé, pero luego recordé que sabía a la perfección dónde se situaban las zanjas y trampas y las salidas de las cuales me hablaba el muchacho.

Acordé en volver a reunirme con él al día siguiente y así emprender viaje hacia la frontera. Regresé a mi casa en casi 10 minutos y me senté a planificar el escape. Hice un plano de la zona, sin olvidarme detalle alguno y, luego de varias horas de trabajo, me acosté a pensar cómo lograríamos el objetivo.

Casi sin darme cuenta, me había quedado dormida, y desperté alrededor de las 10 de la mañana. Preparé el desayuno e hice tiempo para encontrarme con el hombre al que debía socorrer. Finalmente, llegó el momento. Salí de mi casa un tanto nerviosa. Recogí al chico por el lugar de siempre y caminamos hasta llegar a destino. Una cantidad importante de soldados del Ejército Nacional sellaba los accesos a Berlín Oeste. Sin embargo, esto no condicionó las ganas del joven de cruzarse hacia el otro lado. La única alternativa tangible era la de pasar por el ‘’Charlie’’, un paso fronterizo que abría el camino hacia la República Federal.

Permanecimos casi 4 horas escondidos, esperando el momento para actuar. Pero en cuestión de minutos, se desató un enfrentamiento entre soldados y civiles, que desencadenó varias muertes. Aprovechamos la situación para correr hacia el escape, pero, al llegar, un militar se interpuso en el camino y le apuntó con un arma al hombre. Disparó. Ante la desesperación, me puse delante de él, y la bala recaló en mí.

Me desperté, meses después, en una habitación de un hospital. Abrí los ojos y lo primero que observé, a los pies de la cama, fue el gorro rojo del jovencito al que había ayudado. Junto a él, una carta que decía: ‘Gracias. Ahora puedo descansar en paz’.

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