lunes, 7 de junio de 2010

La luz buena

Por Samuel Ignacio Rabaza

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010


Las vacaciones habían comenzado. Esa misma noche viajaría a Lincoln, ciudad de la cual soy oriundo. Siete horas y unos cuantos kilómetros eran los que me separaban de mi hogar, de mi familia y de mis seres queridos.

Desperté en la madrugada, confiando en que mi llegada era cercana. En la terminal, mi adormecido padre me esperaba para ayudarme a bajar las maletas del bus y llevarme hacia mi casa.

La bienvenida tradicional dio lugar a una sorpresiva noticia: nos mudaríamos al campo de mis abuelos. La ola de robos en la zona rural se había incrementado, sumado al temor de mis parientes de encontrarse solos. Teníamos un par de días para empaquetar nuestras cosas, organizar las cuentas y tarifas de nuestra pronta ex morada; en fin, la mudanza era inminente.

Nunca me quejé durante el proceso, pero toda la vida habíamos vivido en la ciudad y sería difícil despedirnos; aunque estaba un poco ansioso por afrontar esta nueva convivencia. El lunes a la tarde toda la familia se dirigía hacia la quinta de mis abuelos, a unos 15 Km. de la cabecera del partido.

En la entrada a la campaña, mi abuela, tan pulcra y servicial como siempre, nos esperaba rodeada de los perros domésticos. Bajamos del móvil y, con un fuerte abrazo, estrechamos nuestros torsos en busca del calor fraternal de alguien que nos ama sin restricciones. Mi abuelo, Domiciano, un poco menos expresivo, nos recibió muy gentilmente. Cada uno de mis hermanos fueron eligiendo el cuarto que nos daría cobijo por unos cuantos años; para mí, en calidad de primogénito, me correspondía el altillo. Los privilegios de haber nacido antes.

La adaptación fue tranquila, y con el pasar de los días, la rutina fue dejando lugar al asombro. Se avecinaban las fiestas del centenario del pueblo, y toda la familia decidió ir en busca del relajo y la diversión carnavalesca del festejo. Por mi parte opté por quedarme solo, viendo películas alquiladas y preparando finales próximos.

Alrededor de la medianoche, el televisor dejó de emitir imágenes en señal que la película había terminado. El aburrimiento acechaba mi ser, pero haría lo posible para que no sucediera. Por lo tanto, decidí salir a caminar por las chacras vecinas.

La noche era de ensueño. Los veinte grados de temperatura que acusaba el pronóstico, se amalgamaban espectacularmente con la brisa fresca del sur, y la menguante luna me vigilaba, suspicaz. Decidí dirigirme a la antigua tapera, ubicada a dos mil metros de nuestra propiedad. Pensante, me encontraba relajado por el camino cuando, de repente, una tenue luz blanca se presentó a unos metros. Me paralicé, temeroso pero intrigado, avancé en su dirección, mientras su potencia se iba acrecentando, fortaleciendo. Cuando prácticamente tenía la luz enfrente, desapareció. Un escalofrío atacó todo mi cuerpo. El misterioso haz luminoso no aparecía. Miré a mis espaldas, grité en busca de una respuesta, pero nada. Se había ido.

La mañana siguiente me encontró un tanto malhumorado por no haber dormido lo suficiente, sobreestimulado por el suceso de la noche anterior. Sabía que mis padres no se despertarían hasta tarde, pero tenía la plena confianza de encontrar a uno de mis abuelos.

Mi deducción fue exacta cuando encontré a mi abuela en la huerta, cortando albahaca para el almuerzo. Viéndome exaltado, me preguntó qué me sucedía. Pasé a contarle mi encuentro con esa “luz mala”, la noche anterior. Sabiamente, dejó que me descargara, que soltara todas las emociones contenidas. Cuando terminé mi monólogo, me contó una historia. En su adolescencia, su madre había muerto en el trabajo de parto de uno de sus hermanos. En la honda tristeza en la cual cayó su familia, decidieron, como era costumbre en la época, velarla y enterrarla en el predio mismo de la quinta. La luz que surgía todas las noches era su madre, mi bisabuela, que rondaba las noches protegiendo la casa de los males y los seres oscuros que buscan hacer daño.

La noche posterior, en el próximo encuentro, nos abrazamos con la luz, y todo el amor inundó mi vida, nuestra vida.

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