miércoles, 9 de junio de 2010

Método de orden

Por Sebastián Muguruza
Taller de Comprensión y Producción de Textos II
Año 2010


Al correr el tiempo mi odio crecía. No puedo explicarlo, solamente lo sentí. Ese día exploté, no pude controlarme. Sabía que si debían contar conmigo al frente de la seguridad de otro recital iba a explotar. Y así fue.
Esos jóvenes que toman alcohol, fuman marihuana y consumen otros tipos de estupefacientes me envenenaban. No sólo eso; detesto sus actitudes, vestimentas, peinados, su forma de vivir. Nos dedican cantos para molestarnos y, aprovechándose de su juventud, piensan que pueden pasarnos por arriba. Son, no cabe duda, rebeldes sin causa.
“Viejas Locas” tocó ese día. No estuve al mando, por suerte. Seguro hubiera sido peor. No sé exactamente cuántos efectivos éramos; unas cuantas decenas nos encargábamos de manejar la situación, aunque parecía que no alcanzábamos. Millares de zaparrastrosos, que prefieren gastar en una entrada para ver una insignificante banda de rock antes que en un par de zapatillas o un pantalón como debería ser, como la gente normal, estaban en frente.
Al llegar a Liniers (el recital se llevó a cabo en la cancha de Vélez Sarsfield) empecé a verlos. Amontonados, saltando y gritando como idiotas. Al bajar del camión sentí un presentimiento extraño, sabía que algo iba a pasar. Nos dividimos. Un pelotón por cada puerta de entrada. Había más efectivos en el interior del estadio, pero a mí me tocaba afuera.
Unas tres horas antes del comienzo el ambiente estaba normal, los individuos entraban en filas por sus respectivas puertas de ingreso. Al pasar el tiempo todo empezó a empeorar. Los cánticos me generaban una mezcla de sentimientos que no podía controlar. Malestar primero, odio luego y furia más tarde.
Ya de noche, como a las veintidós aproximadamente, arrancó la banda. Fue allí cuando cientos de estos seres comenzaron a abalanzarse sobre las vallas y unos a otros, inclusive, con el fin de entrar al estadio sin abonar la entrada. Mi pantalla se puso negra por un instante, fue el principio del estallido.
Tomé con firmeza el bastón y comencé a golpear a uno que agredió a un compañero.
Traté de apartarlo, pero opuso una resistencia increíble. Sin embargo, mi furia llegó al punto máximo. Con ayuda de otros efectivos lo apartamos y llevamos detrás de un árbol. Sentía la adrenalina correr por mis venas como si estuviese practicando un deporte extremo. Apenas lo arrojaron mis colegas al suelo retomé la apaleada. “¿Vas a aprender?”, fue lo primero que salió de mi boca. Luego, a causa de la ira, mi vocabulario subió de tono, aunque estaba seguro de que eso no le afectaba en lo más mínimo tomando en cuenta quién era, así, maleducado y violento como los demás.
Al terminar con lo que el consentido merecía lo dejé allí. Era inútil transportarlo hacia otro lugar. Quedó tirado, al igual que su vida desperdiciada, y es por eso que no sentí ni siento culpa por lo ocurrido.
Con respecto a mí, volví a mi tarea con el fin de seguir poniendo orden, que es por lo que me pagan y de lo que vivo. Volví a mi casa, tranquilo. Besé a mi mujer y a mis hijos, a los que educo con voluntad y firmeza (como debe ser), y me acosté.
Al día siguiente miré las noticias, y me quedé más tranquilo. Sólo hubo un muerto, menos mal. Me sentía satisfecho y bien conmigo mismo, con la grata sensación del deber cumplido.



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