martes, 8 de junio de 2010

Las cucarachas

Por Valentina Cuesta

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

Él era una persona completamente normal hasta el día en que llegaron los insectos. Carlos trabajaba todos los meses del año en una oficina del centro. Siempre la misma actividad, los mismos compañeros, la misma ensalada para el almuerzo. Nada alteraba la rutina que se sucedía entre llamados telefónicos, papeles desordenados para organizar y, a veces, con suerte, para romper con la monotonía, algún cliente disconforme que se acercaba hasta su escritorio para presentar su queja. Luego, el regreso a casa, un breve viaje en el auto siempre limpio, el olor a la comida recién preparada, los gritos de los chicos que jugaban con el perro, su mujer recibiéndolo con un cariñoso beso y, allá lejos, el tan ansiado sillón en el cual pasaba lo que restaba de la jornada, tumbado, mirando algún programa de televisión. No había trascendencias ni sobresaltos. Y eso le gustaba.

Pensó que esa mañana de lunes sería igual a todas, pero lo que encontró en sus pantuflas al salir de la cama lo sobresaltó. Siempre había repudiado a los grillos, moscas, chinches y todo ser vivo con más de cuatro patas, pero las cucarachas se habían constituido, desde su infancia, en sus peores enemigas. Por lo tanto, había puesto su mayor empeño en lograr que su casa estuviera libre de las indeseadas. Nunca ahorró dinero ni esfuerzo para erradicarlas de su morada, por lo tanto su disgusto fue notable cuando divisó a la repugnante invasora.

Todavía con asco, abrió el placard para descolgar su camisa, limpia y planchada, y vio que al menos diez manchas negras la cubrían; al agitarla, detectó que en realidad volaban. Comenzó a transpirar, hacía tiempo que no experimentaba esta vieja sensación de temor. Tiró la percha lo más lejos que pudo y despertó, a gritos, a su mujer. Descubrió, con horror ,que también estaban en el cuarto de baño, caminando apresuradas por el espejo, el jabón y los cepillos dentales. Bajó corriendo a la cocina y abrió las puertas de la heladera. Veinte o treinta cucarachas se escurrieron por la fruta y el queso, descaradamente, sin molestarse por su presencia. En el living ya habían ocupado casi la mitad del sillón, su preciado sillón. Subían por el televisor, las mesas, las sillas. Poco a poco, las paredes también se teñían de oscuridad; hasta el perro, antes blanco inmaculado, parecía moteado, ahora.

Carlos salió a la calle desesperado y comenzó a correr sin rumbo alguno, atravesando ciegamente, casi mecánicamente, todos los obstáculos que se le presentaban en el camino. Por momentos, miraba hacia atrás, percatándose de que las maliciosas criaturas aún lo perseguían. El zumbido de sus alas, casi indetectable para el resto de los seres humanos, le resonaba en los oídos como un imponente helicóptero.

De pronto, se encontró en un callejón, no tenía salida, estaba completamente atrapado. Frenó en seco, lo tenían rodeado. Primero, subieron por los dedos de sus pies, llegaron a las rodillas y cubrieron su torso; el cosquilleo era insoportable. Se apoderaban de sus brazos, que se agitaban frenéticamente para despegarlas de su cuerpo. Era imposible escapar, miles de pequeñas patas se aferraban a su piel como las garras de la fiera más feroz.

Con sus fuerzas agotadas, cayó rendido. La mandíbula tensa se fue aflojando en lo que sería su último suspiro. Las cucarachas se acercaron decididas a su boca. Las sintió raspar en la garganta. Ellas habían ganado.

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