lunes, 7 de junio de 2010

La curandera

Por Fernando Bourdoncle

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

Éramos siempre los mismos, básicamente. Cuatro hermanos que hacíamos las mil y una. Cuatro en escalera. Todos varones. Teníamos la edad en la cual el tiempo es un aliado maravilloso, un amigo invisible (después viene la acuciante percepción). Nos pasábamos las tardes correteando por el barrio y en el monte, que estaba en un rincón al fondo. Tiempos de aventuras. No había límites para la imaginación y para la mugre. Volvíamos a la casa cuando caía la tarde y a veces más. Un buen baño, los deberes, un plato caliente y a la cama.

¡Qué lindos chicos! Pibes sanitos, le decía la vecina a mamá.

Buena señora aquella; siempre atenta y cariñosa. Hacía unas tortas buenísimas. Y, algunas veces, nos cuidaba cuando mamá tenía que cumplir con su trabajo, solo unas horas y no más de tres veces a la semana. Tenía, eso sí, una impronta religiosa que se tornaba un tanto insoportable cuando buscaba, por todos los medios, que la asistiéramos en sus oraciones, no más de dos o tres veces por semana. Y, además, decía que curaba, que curaba con sus manos, y con la oración obviamente.

Una tarde, después de revolear libros y cuadernos, devorando unas tostadas y en pleno preparativo para la huida, el más pequeño comenzó a doblarse sobre la silla.

- ¡La panza mamá! ¡Me duele la panza!, gritaba

Pobrecito, asustaba al escucharlo. Y ni hablar al verle la cara.

Mamá, en un acto reflejo, me mandó a buscar a la vecina.

- ¡Llámala a doña Tina! ¡Que venga pronto!

Y salí como empujado por los gritos.

Nunca supe muy bien qué fue lo que hizo; pero, con total serenidad se le acercó, lo observó, después lo paró sobre un rincón de la casa y, con un largo hilo que traía en el bolsillo, algo hizo: se posó justo frente a mi hermano, como a cinco o seis pasos de distancia, pronunció unas palabras que no distaban mucho de los rezos que siempre balbuceaba y comenzó a largar el brazo como catapulta sobre la cinta blanca. Después le marcaba la frente con dos dedos, como haciendo cruces o algo así. Y volvía sobre la cinta. El enano estaba blanco como un papel. Pero ya no se quejaba.

- ¡Este chico está empachado! Con unas hojas de castor va a quedar como si nada. Una fresca bien molida sobre el vientre, la cubren con una venda y que duerma así toda la noche.

No les puedo describir el olor que había en el cuarto, apestaba. Era el único que dormía, pobrecito… Al otro día, el condenado, amaneció como si nada.

Buena vecina aquella.

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