lunes, 7 de junio de 2010

Indiferencia

Por Iván Ariel Larroque

Taller de Comprensión y Producción de Textos II

Año 2010

- Llegaré allí y labraré las tierras profesando el mensaje. Ellos entenderán las divinidades a las que accederán por caminar a mi lado, en lugar de ceder ante el pecado. Ellos oirán y acatarán.

- Pero Señor, aquel es un lugar alejado para nosotros. Está lleno de paganos que no aprecian, que no te parecían como deberían y abusan de su tiempo terrenal para corromper mediante sus acciones. Es peligroso.

- Tranquilo, aún no hay hombre que se atreva a mirarme a los ojos para desafiarme. ¿Además, quién se opondría al Paraíso, quién no caminaría detrás mío? Aún no existe ese hombre.

- Aquellos que creen que no hay infierno peor que donde viven ahora, aquellos Señor.

- Apretemos el paso para llegar antes de la luna llena.

De esta forma, bajo la luna creciente se alejaban ambos por el sendero resguardado por los centenarios e imponentes eucaliptos. Acompañados por la curiosa mirada de un campechano.

Kilómetros más adelante, cinco familias trabajaban la tierra, ordeñaban el ganado, degollaban unas gallinas, tareas rutinarias para ellos. Preocupados por su familia, su alimento, sus cultivos. Con eso bastaba para ser feliz si todo marchaba bien. Sin preocupaciones de caer o ascender a algún infierno o paraíso respectivamente.

-Te lo digo Señor, estos bárbaros van a comernos.

- Entenderán.

- No pueden hacerlo, son bárbaros.

- La civilización y mi palabra harán que comprendan que es lo mejor para ellos.

Cuanto más se acercaban, el pánico del lacayo aumentaba, la soberbia de creerse superior también.

Dos figuras se divisaban bajando desde el cerro. Las familias cesan sus actividades y estudian mirando de lejos a esos extraños que poco a poco van dejando de ser una mancha movediza a lo lejos para ir tomando forma.

Los niños siguen jugando, las mujeres cuelgan la ropa y esconden la mirada detrás de la misma, mientras que los hombres continúan con sus actividades aunque vigilando todo por el rabillo del ojo.

- Mire Señor, ¡es una trampa!

- Calla.

Llegaron, se pararon en el medio del lugar y el Señor exclamó con vehemencia “Únanse a mí para no perecer en el infierno”.

La quietud de las hojas, la pasividad de quienes las rodeaban, hizo que volviera a gritar en tono amenazador y apocalíptico, que el mal recaería sobre aquellos que no dieran su palabra y cuerpo por el Señor, su Señor, el único.

La indiferencia continuó. El lacayo, sumido en contradicciones internas, no podía dejar de pensar: “Yo tenía razón, pero justamente esa razón hace que Mi Señor se debilite. Entonces, ¿por qué estoy feliz?”. Egoísmo, el estado más puro del ser humano.

- Vámonos de aquí Señor, ya me estoy contagiando de pensamientos impuros.

- No puede ser, no hablan, no hacen nada. Debieran arrodillarse ante mí. Venerarme, como tú lo haces.

- Sí Señor – acto seguido, el lacayo se arrodilla frente a su amo-.

“Ámame u ódiame pero no me seas indiferente”

La indiferencia a lo desconocido y las no ganas de conocer, resultaron la receta justa para la muerte del Señor, de la fe en el progreso.

El lacayo tenía razón, y ahora experimentaba lo que más había temido. En soledad deberá empezar a guiarse por sus instintos y no por el “deber ser”.

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