lunes, 7 de junio de 2010

El milagro

Por Julián Castro

Taller de Comprensión y Producción de Textos I

Año 2010

Algo andaba mal. Hacía ya dos meses que había sentido esta sensación, y aunque mi madre en un primer momento trató de ocultarlo, ya no se le hacía posible.

Extrañábamos a mi padre. El se había ido de casa temprano a su trabajo, como hacía habitualmente, pero nunca regresó. “Ya volverá, hijo, no te preocupes. Está de paso en la casa de uno de sus tontos amigos”, eran los comentarios que hacía mi desdichada madre con respecto al tema; pero la ausencia del hombre de la casa se hacía notar conforme pasaba el tiempo, y yo la veía cada vez más triste y preocupada.

Ya no hacíamos nuestros paseos matutinos, ni siquiera salíamos de la casa (solo lo hacía ella cuando era necesaria la compra de alimentos).

Algo andaba mal, de eso no me cabía duda, y mi presentimiento se hizo realidad de una manera que nunca hubiese imaginado:

Recuerdo como esa noche sentí unos fuertes golpes que venían desde el piso de abajo, desde la puerta de entrada. El estruendo fue seguido de fuertes pisadas que, rápidamente, se dirigieron por las escaleras directo a las habitaciones.Los invasores debieron deducir que a esa hora de la noche cualquier persona que se encontrara en la casa debería estar acostada. Mi madre irrumpió torpemente en mi habitación, exaltada, con lágrimas en los ojos, seguida por unos hombres uniformados con enormes fusiles en sus manos. “¡No se lo diremos más! Usted y el niño vendrán con nosotros, y ante cualquier tipo de desobediencia estamos autorizados a disparar”, advirtió uno de los hombres uniformados a mi madre, con una maliciosa sonrisa en la boca.

Lo que sucedió a continuación se me hace muy confuso, pero trataré de describirlo de la mejor manera posible: vi a mi madre soltarse de las manos que la apresaban, correr hacia mí y abrazarme con fuerza. Uno de aquellos hombres levantó su fusil y, seguido de un destello de luz y un tremendo estruendo, el cuerpo de mamá se contrajo espasmódicamente. Le habían disparado: estaba muerta; pero sus manos se negaron a soltarme, y todavía podía sentir su calor y su presencia a pesar de sus mortales heridas.

Se que lo que diré a continuación sonará totalmente descabellado, pero mientras los militares (ya no me cabía duda de que se trataba de militares alemanes) discutían sobre mi destino, sentí una especie de magnetismo que venía del cuerpo de aquella bella mujer con la que pasé mi infancia. Lo defino como magnetismo, a causa de no poder encontrar un adjetivo mejor, pero fue eso: una especie de atracción de cierto tipo. De repente me sumí en una indescriptible oscuridad, y el miedo que sentía fue desplazado paulatinamente por una sensación de felicidad y paz. De alguna manera sentía la presencia de mi madre. La sentía en todo lo que me rodeaba, en la atmósfera que en ese momento respiraba. Su perfume, su calor: todo era mi madre.

No me atrevería a decir cuánto tiempo pasé en este “lugar”, por así decirlo, ya que el tiempo no parecía pasar allí. Sólo recuerdo haberme sentido como en una especie de sueño, de animación suspendida. A veces me encontraba en un gran valle, rodeado de naturaleza; otras, en una hermosa casa, y otras veces, en ningún lugar. Siempre me encontraba solo, pero, por otra parte, no lo sentía así, sentía siempre la compañía de mi querida madre.

Lo cierto es que desperté en la cama de un hospital. Más tarde me enteraría de que había sido encontrado por una familia en las riveras de un río, desmayado y un poco deshidratado, y de por qué habían ingresado esos hombres a mi antigua casa. Nos buscaban por ser de raza judía. Y el país estaba sumido en una guerra que más tarde alcanzaría a todo el mundo. .

Lo más extraordinario de esto es que me encontraba en el año 1978, a nada menos que 38 años desde la época en la cual viví “mi anterior vida”.

Fui adoptado por una buena familia, la cual me cuidó y crió maravillosamente, y con la que fui feliz.

A pesar de esto nunca conté mi experiencia a nadie, pero hoy, en los últimos años de mi vida, he tomado la decisión de hacerlo a través de este escrito.

Yo, aún, no sé a ciencia cierta lo que sucedió en esa pequeña casa alemana donde nací, pero espero que sea quien sea el que encuentre este texto, lo lea con detenimiento, y tenga conciencia de que los milagros existen.

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